jueves, 26 de septiembre de 2013

Chorizo para comer


Había una necesidad vital que Seth tenía que satisfacer, cada día, de la forma más honrosa. Comer. Para ello solo tenía que acercarse al lugar de racionamiento donde podría escoger un solo chorizo de entre la escasa variedad que ofrecía el sistema. Recordaba otra época en que el menú, aún siendo la mayoría producto del cerdo, era más diverso. Bacon, chuleta, jamón, morro y otras variantes del animal acompañado, siempre, con algo de verduras y pan para hacerlo más digestivo. Pero ya no. Ya no quedaba suficiente pan para tanto chorizo.

Envidiaba al resto de planetas de la Via Lactea, donde las personas eran la especie dominante y podían alimentarse más equilibradamente; pero en el suyo gobernaba una raza de cerdos que habían evolucionado de forma extraordinaria llamados Ocir, los hacedores del sistema y su constitución. La mayor diferencia entre un Ocir y el cerdo común consistía en que los primeros llegaban a este mundo por via rectal. No poseían una inteligencia demasiado superior a la humana ni una fuerza descomunal que amenazara al resto de la fauna, pero su inquebrantable tenacidad, ansias de poder y autoridad aplastante los habían llevado a la cima del poder. Solo existían dos clases sociales; o eras un Ocir o formabas parte del resto. Los Erbop.

Para mantener el orden y la sumisión se valían de una simple táctica: controlar los medios de comunicación para hacer creer que, sin la rectitud del sistema, sería la hecatombe; nada sobreviviría sin su supervisión. Para aparentar que no todo estaba bajo el control del régimen, y que algo se podía cambiar, celebraban unas inocuas votaciones donde todos los habitantes debían elegir el color (rojo o azul) del chorizo que predominaría en las comidas. Esto daba la oportunidad de variar, cada cuatro años, la imagen del alimento y proporcionaba a la población la falsa sensación de ser dueños de su destino. Hacía algo más de un año que la mayoría de los medios habían apostado por el azul; la frase que lanzó la campaña rezaba así: "Vota por el azul, el nuevo rojo", aunque Seth sabía que era una elección ficticia. El sabor y, sobre todo, la mala digestión siempre sería igual.

Alguna vez había pensado en emigrar a otro mundo, pero debería adaptarse a otra atmósfera y fuerzas gravitatorias y, sobre todo, abandonar a parte de su familia y amigos. No lo quería hacer. Aún guardaba esperanzas de que los Ocir fueran desbancados del poder. ¿Por qué no? De hecho ya había sucedido en otras civilizaciones. Lo sabía por astronet, la red interplanetaria de comunicaciones. Recordaba el famoso lema, concebido en el planeta Tierra, con el que habían derrocado a una estirpe similar: "A todo cerdo le llega su San Martín"




jueves, 19 de septiembre de 2013

Un palo




Creo que no soy muy exigente con mi ocio. Cualquier cosa que me haga jugar con la mente me vale. El problema viene cuando intento ver la televisión; los programas que proyectan en ella parecen estar pensados para que olvidemos que existe nuestra masa encefálica y, claro, no me sirven de mucho. Por suerte siempre me quedan esos ingeniosos chispazos creativos llamados anuncios.

Últimamente hay uno que me tiene enganchado por lo ingenioso que resulta. Me fascina porque nos enseña algo tan sencillo como el entusiasmo de un niño (por cierto, muy bien interpretado) al abrir su regalo de cumpleaños. Esto, por sí solo, ya es una reacción difícil de encontrar a día de hoy en cualquier crío harto de ver colmados sus deseos casi al instante, pero es más sorprendente cuando el obsequio se trata de un palo.

Estoy al tanto, y no creo ser el único, de que los anuncios pretenden, más que promocionar productos, transmitir sensaciones al espectador para que asociemos ese sentimiento a la marca en cuestión. Supongo que no todos consiguen su cometido; de hecho no puedo recordar, así a bote pronto, el objeto anunciado, pero sí el concepto. También he de suponer que no siempre se logra, a no ser que la idea sea muy explícita, transmitir el mismo mensaje a todo el mundo.

Mientras que unos pueden creer que el niño es muy tonto por alegrarse de poseer un palo, yo me inclino por todo lo contrario. Pienso en la suerte que tiene ese crío al saber apreciar un juguete tan sencillo y que tanto juego puede proporcionar, sobre todo si ejercita la imaginación (que es lo primero que hace, creo, al tenerlo entre sus dedos).

Esto hace que, gracias a lo que me contaron, mi mente inquieta haga una doble regresión generacional. No hablo de la mía, sino de la de mis padres y de su infancia. Mi madre nació en una chabola, y mi padre vino, con mi abuela, desde Murcia cuando apenas contaba con unos meses. Era, por supuesto, la época de la posguerra, y no existían parques ni columpios donde recrearse, al menos en sus humildes barrios. Si mi padre quería jugar a fútbol no utilizaba una pelota, creaba un aglomerado con bolsas y papeles para simular un balón de reglamento, y los postes de la portería bien podían ser dos palos. Los juguetes los veían en la televisión de la casa del vecino más adinerado, donde se reunía toda la niñería para observar ese sorprendente electrodoméstico que enseñaba otros mundos en blanco y negro.

Pero, curiosamente, los tiempos han cambiado. Lo que cincuenta años atrás era tan difícil de ver rodar por las calles, una pelota, hoy no paramos de esquivar. Y es que, con estos parques tan esterilizados que vemos en las ciudades, es muy complicado encontrar un palo. A ver si va a ser esa la razón de tanto entusiasmo...





sábado, 14 de septiembre de 2013

Mala baba





Todos tenemos absurdos traumas infantiles que arrastraremos hasta el fin de nuestros días. Es así, creo que si no los superaste en su momento no hay vuelta atrás para volver a intentarlo. Y no volverás a esforzarte en dominarlos porque son totalmente irrelevantes y sería hacer una insensata regresión a la niñez.

Que yo recuerde ahora mismo cuento con dos espinas clavadas en ese trozo de cerebro que guardo para recordar mi pueril existencia. La primera es hacer girar una peonza, de forma correcta, más de tres segundos. Nunca fui capaz y acabé harto de ser humillado por mis congéneres. Y la segunda, y razón de esta entrada, es mi famosa inutilidad a la hora de escupir.

Si, envidiaba a esas llamas humanas que podían llenar un dedal a cuatro metros de distancia. Nunca comprenderé qué características hacían falta para manejar ese fluido corporal con tal maestría. ¿Quizás una lengua viperina? ¿Unos dientes espaciados para tener la vía de escape perfecta? ¿O una densidad salivar a la altura del cemento? Se me escapan las peculiaridades de tan húmedo arte.

Intenté por todos los medios empaparme con las enseñanzas de mis compañeros. Y, de alguna forma, lo conseguí. Cada vez que procuraba proyectar un salivazo a la estratosfera acababa bañado, por mi propia torpeza, entre la barbilla y algún punto inconcreto no más allá de mis pies. Puede que atesore una baba miedosa del mundo, incapaz de romper los lazos/hilillos con su progenitor. Aunque los continuos intentos de fuga, que protagoniza cada vez que echo la siesta, me hace sospechar que su trastorno se acerca más al pánico a volar.

A veces intento imaginar qué hubiera sido de mi vida si poseyera ese don. Podría espantar abejas a una distancia segura, sin el riesgo de ser atacado como cuando lo hago con la mano. Y, quien sabe; poder apagar unas velas con dos certeros escupitajos, tras una cena romántica, bien podría impresionar a cualquier chica. Aunque ahora dudo si ese destello de genialidad jugaría a mi favor o en mi contra.

No quiero acabar este homenaje a mi incapacidad sin aclarar que la admiración va dirigida única y exclusivamente al escupitajo, y no al gargajo. Mientras que el primero es un alarde de técnica y control, el segundo es tan solo una expectoración asquerosa de flemas. Hay una diferencia de peso, literalmente.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Pesadilla malsana


Como me gusta variar, voy a intentar divagar sobre algo triste. Va a costarme una barbaridad porque mi forma de ser me empuja a desdramatizar cualquier situación, pero intentaré provocarme una pequeña crisis para ver si así soy capaz de expulsar mis demonios. Igual hasta echo mano de alguna canción de reggaeton para martirizarme mientras escribo.

Hace días que no duermo como debería, y eso es raro en mí. Soy de esa clase de personas que, cuando se acuesta, tarda menos de un minuto en perder el conocimiento (el poco que retengo). Pero no descanso bien y tengo pesadillas. Siempre la misma, aunque con alguna variante. En mis sueños suelo conducir diferentes clases de vehículos, alguno tan extraño que aún está por inventar (lo dibujaré en algún papel por si me reservo la patente), y los acabo estrellando tras dar varias vueltas de campana.

Solo se me ocurren dos interpretaciones posibles.

La primera podría ser que, como he dejado el trabajo de transportista para engrosar las estadísticas de paro, mi mente se desahogue de forma visceral con lo que nunca ha podido hacer; es decir, que estampe los furgones, motos y coches que he conducido (o no, ya he dicho que algunos son inventados) en mi vida para romper con el hábito de ejercer la profesión. Esto sería una visión bastante positiva de la pesadilla, pues es lo que pretendo al dejar el trabajo, pero viendo que no puedo descansar correctamente me inclinaré por la segunda.

La otra alternativa me lleva a analizar el suceso de una forma menos alegre. Puede que el conjunto sea una imagen de mi situación actual. O sea, que he perdido la estabilidad laboral de casi veinte años trabajando ininterrumpidamente y sea consciente de que he elegido la peor época en la historia para intentar cambiar de sector. Toda esta negatividad ha de llevarme, irremediablemente, a estrellarme y quedarme tirado en cualquier cuneta. Como el intento de cambio es voluntario puede que represente de esta forma una especie de suicidio laboral.

Aunque esta última noche algo ha cambiado.

Estaba yo en mi sueño repartiendo unos paquetes por Barcelona con un viejo vehículo de empresa (esta vez no era mío) y solo me quedaban dos entregas para acabar la jornada. Paré delante del comercio, bajé de la furgoneta (creo recordar que era una SEAT trans) y entregué la mercancía. Esta maniobra, de tanto repetirla, soy capaz de ejecutarla en pocos segundos, pero al darme la vuelta el furgón había desaparecido; robado, seguramente.

Esta pesadilla si que creo interpretarla correctamente, porque ayer estuve en el INEM apuntándome al paro y me informaron que no voy a percibir un euro de prestación (una de las muchas razones por las que quiero cambiar de faena). El caso es que hace un año se anunció por los medios de comunicación, según me explicó la propia funcionaria, que el gobierno cambiaba la ley para que los autónomos pudieran cobrar la ayuda al quedar desempleados; pero como yo no había pagado un suplemento para cubrir ese gasto (que ya podrían haber mandado una carta o algo para avisarnos), no me lo podían dar.

Así que habré cotizado un porrón de años (como autónomo, claro) y continuaré sin haber percibido una prestación en la vida (igual si la palmo le queda una pensión de viudez a mi esposa, aunque siendo autónomo... no sé yo...). Por lo que deduzco que ese sentimiento de impotencia y desamparo que he experimentado en mi último sueño pueda ser debido a mi reciente visita gubernamental.

Bueno, como los sueños, sueños son, intentaré manipular mi cerebro para, justo en el momento del accidente o robo, cambiarme por la banda de reggaeton que estoy escuchando en estos momentos. Me he dado cuenta que esta clase de música no me pone triste, aunque creo que es capaz de corromper mi estado de ánimo hasta el punto de convertirme en un homicida de cuidado. Con  un poco de suerte acaben estrellados o raptados y la pesadilla mute a sueño placentero.

domingo, 1 de septiembre de 2013

Esto trae cola





Hay sitios mágicos en el mundo. Lugares donde no se explican las leyes de la física y suceden cosas extraordinarias. Por poner un par de ejemplos podríamos hablar del Triángulo de las Bermudas, donde sucedieron desapariciones misteriosas; o de las Pirámides de Egipto, que su sola construcción ya supone un enigma. Pero me centraré en escribir sobre un lugar donde ocurren cosas inimaginables. Un sitio que se puede crear, por la comunión entre seres humanos, en cualquier parte. Me refiero a esa ristra de personas, esperando su turno, denominada cola.

Quiero creer que se inventaron para atender a la gente de forma civilizada aunque, asombrosamente, acaben siendo uno de los lugares más hostiles de cuantos conozco. Uno supone que puede estar tranquilo al ocupar su sitio en la hilera, pero no es así. Todas las personas que se sitúen detrás tuyo intentarán, irremediablemente, colarse. Y no escatimarán en trucos, brujería y hechizos para lograrlo.

Siempre intento situarme en el último lugar porque tengo miedo de que algún loco me mande un sicario, pero mi preocupación aumenta cuando las colas avanzan y, sin proponérmelo, acabo escalando posiciones. Así que, normalmente, acabo sufriendo algún ataque indeseado.

Ayer mismo andaba con mi mujer en la cola de un super. Empecé a mirar a izquierda y derecha por encima del hombro, pues ya llegaba nuestro turno y me esperaba lo peor, cuando a una dependienta, que volvía al trabajo tras el almuerzo, se le ocurrió abrir una caja y pedir a los clientes que pasaran por orden de cola. Di un paso hacia la cajera y tuvimos la suerte de dudar un segundo, porque aparecieron volando, a la altura de la cabeza, cinco barras de cuarto que habían sido proyectadas desde la sección de frutería. Si llega a ser mi esposa la que hubiera dado esa zancada le habrían arrancado un pendiente de la oreja.

Pero el lanzamiento certero, que hizo aterrizar el pan sin un solo rasguño sobre la cinta transportadora, no fue lo mas extraordinario. Tras ellas se acercaba una mujer octogenaria, con una velocidad de movimientos que ya la querría para él un jugador de ping pong. Nos esquivó con el cuerpo cual banderillero y, en lugar de clavar dardos, depositó sobre el soporte mecánico dos paquetes de galletas.

¡Maravilloso!, ¡excepcional!, ¡sobresaliente! Aún no sé como pude reprimir las ganas de aplaudir. Y pensar que, tan solo unos minutos antes, tuve que ayudar a esa abuela porque le era imposible alcanzar las obleas. Tampoco me mortifiqué, pues entiendo que cualquier anciana jubilada debe tener muchos quehaceres pendientes un Sábado a las diez de la mañana y sus prisas son totalmente justificadas, pero ¿alguien puede dudar del poder curativo de una cola? Yo no, desde luego. Es más, cuando Jesucristo obró su famoso milagro de hacer caminar a un tullido, estoy seguro que la frase completa fue "levántate y anda, hasta el principio de la cola".

Unas horas más tarde me encontraba, nuevamente, formando parte de una construcción humana en forma de espagueti, cuando fui testigo de otro prodigio. En esta ocasión ocupaba mi lugar favorito en la cola de un restaurante de comida rápida. Pues no sé cómo, ni cuándo, ni porqué, pero creo que me desmaterialicé. Si, como leéis, dejé de existir durante unos segundos. Y la prueba me la dio una chica que se instaló a pocos centímetros de mi espalda de la que pude escuchar, sintiendo su aliento en mi oreja, cómo preguntaba por el último de la fila al chico situado delante mío. En ese momento, al no ser consciente de mi cambio de estado, me extrañé. Aunque al mencionarle que la persona a la que se refería era yo, pude reaparecer, ante ella, como un fantasma escapado del averno, a juzgar por su cara de sorpresa. Pero no acabó ahí la magia.

Ya habíamos consumido veinte minutos de espera en la hilera, cosa curiosa tratándose de un local que anuncia "comida rápida", cuando caí en la cuenta de que la cola se dividía en varios ramales. Si ya suelo sufrir en una sola hilera, imaginaos cuando uno puede ser atacado desde tantos frentes. Hice acopio de toda mi valentía y escogí, al azar, una línea para continuar con la procesión, volviendo a estrenar mi condición de última persona. Pues volvió a suceder; y con la misma muchacha. Pero esta vez desaparecimos la totalidad de la cola, a excepción del primer individuo. Al parecer el fenómeno se manifestaba con mayor intensidad al aproximarnos al mostrador.

La joven preguntó, de la forma en que tradicionalmente lo hacía, al único, según su parecer, ocupante del lugar. Quise interceder en la conversación, por mi experiencia recientemente adquirida en romper encantamientos, y le comenté a la chica que, a no ser que esta fuera la única cola en el planeta que se orientara en sentido inverso, continuaba siendo yo el último.

Por suerte no tuve que exponerme a un nuevo suplicio y pudimos volver a casa sanos y salvos porque, si llego a protagonizar una nueva contienda, me hubiese sentido totalmente superado por tanto fenómeno inexplicable en un solo día.