martes, 26 de noviembre de 2013

La suerte está con vosotros



"Bienaventurados quienes sepan de mí, porque la suerte estará con ellos en el sorteo de navidad" - Mazcota.


No me preguntéis por qué, pero es así. Soy un talismán, un amuleto, un tótem. Y no, no es por mi cara de palo. Me refiero a mi cualidad innata de aproximar la suerte del sorteo navideño. Por eso os invito a participar ahora, que aún podéis. ¿Que no me creéis? Pues esperad a que exponga mis experiencias y luego valoráis. 

El primer suceso que empezó a dar pistas sobre la magnitud de mis dotes ocurrió cuando solo contaba con doce años de edad. Por esa época congeniaba mucho con un compañero de clase y, a menudo, era invitado a pasar la noche en su casa. Su madre trabajaba en una oficina de Hacienda y, como viene siendo habitual por estas fechas, se agenciaron con un número de lotería que repartieron entre todos los funcionarios. Bueno, todos menos ella. Como aún nadie sabía de mis superpoderes, no creyó en la posibilidad de que el número ofrecido fuese el premiado, y no lo compró. Irremediablemente, tocó el Gordo.

Ya he mencionado con anterioridad que tengo la habilidad de ofrecer buena suerte, pero no está en mi mano hacer creer en ella a la gente. Esto me lleva al segundo caso. Apenas habían pasado cinco años desde aquel esquivo sorteo cuando otro chico de mi instituto, esta vez aficionado al baloncesto, trajo a la escuela un taco de participaciones del club donde jugaba. Su mente, lógicamente, no concebía la posibilidad de vender boletos a los alumnos; éramos demasiado jóvenes y asistíamos a clase con el dinero justo para comprarnos el Bollycao, pero sí que ofreció su número de la suerte a todos y cada uno de los profesores. Pues bien, como era de suponer, nadie le hizo el más mínimo caso. Y no era de extrañar, ya que era tan mal alumno como vendedor. Recuerdo que, tras las fiestas navideñas, nadie volvió a saber del chaval. Supongo que sus padres tuvieron que acarrear con los gastos del fajo de participaciones que su inútil hijo no supo vender, pero imagino que jamás unos padres han sido tan felices con la desidia de un hijo como lo fueron ellos.

Desde entonces cada condenado año voy repartiendo mi don por donde paso. Una tienda, una asociación, un club deportivo, un pueblo... da igual el lugar. Toda localidad agraciada con el Gordo de navidad ha sido antes tocada por mi mano de Rey Midas. Aunque solo si se trata de desconocidos; para mi familia soy más comparable a la devastación que provocaba el caballo de Atila. Porque el maleficio se ha encargado, por tradición, de que ninguno de mis allegados directos disfrute de esa magia. Y puede dar Fe mi abuela, que lleva más de cincuenta años apostando por el mismo número de la lotería nacional sin resultados.

Una vez probé a burlar mi desdicha comprando un décimo en el único lugar donde siempre había recaído algún premio, la Bruixa D'or en el pueblo de Sort. Deduje que la suma de buenaventura resultaría tan poderosa que anularía mi desgracia, pero no conté con los intrincadas normas del Universo. Ya apuntilló Faraday, con sus dichosas leyes magnéticas, que la suma de dos polos positivos, lejos de atraerse con más intensidad, se repelían. Con lo que logré ser la causa principal de que la localidad mencionada no albergara un solo boleto premiado por primer año en su historia. Bueno, al menos no murió nadie.


Así que nunca más he vuelto a comprar lotería de navidad. Mi maltrecho corazón ya no es capaz de hospedar esperanza alguna. Ahora vago por los pueblos, cual estrella fugaz, condenado a dejar una estela de felicidad de la que jamás me podré beneficiar.

Pero que mi desilusión no os espante porque teniendo la certeza de mi incapacidad para ser el escogido, junto con la influencia cósmica que puedo manejar, podéis empezar a soñar con los millones que dejo a vuestro alcance. Para que luego digan que soy tacaño.

martes, 19 de noviembre de 2013

La primera vez que visité una iglesia



Una tarde que me encontraba en casa navegando por internet, fui a parar a un blog donde recogían cuentos que trataran sobre "La primera vez que..." cada autor quisiera. Como siempre ando buscando ejercicios que estimulen la creatividad, me animé a perpetrar un cuento semi-biográfico para participar en el proyecto. Y aquí está el infame resultado.
Os dejo la dirección por si a alguien le apetece participar o, como mínimo, chafardear.

http://www.laprimeravezque.literaturasm.com




La primera vez que visité una iglesia


Reconozco que mi caso es poco común. Pisar una iglesia, por primera vez, a los ocho años, no es un hecho frecuente. Y no es que no hubiera cerca de casa una, que la había; tan solo tuve la suerte, o la desgracia, de nacer en el seno de una familia hippie. Bueno, hippie por parte de madre, porque a mi padre lo calificaré, sencillamente, de bohemio. O de, como diría mi hermana, inconmensurable pasota.

Bien, dejaremos roces familiares para otra ocasión y nos centraremos en mi encuentro eclesiástico. El caso es que cada mañana recorría un largo trecho junto a mi madre, como no podía ser de otra forma, para comparecer puntualmente en  el colegio. Pues todas y cada una de esas mañanas nos topábamos, a medio camino, con ese impresionante edificio gótico coronado por un campanario dorado. Un estampado de acuarelas poblaba sus enormes ventanales, llamando mi atención como lo haría un escaparate con golosinas. Bajo sus marcos, dos columnas floreadas custodiaban el imponente portón de madera. Pero no estaban solas. Una manada de amenazadoras gárgolas observaban, con ojos feroces, nuestros movimientos desde el alféizar del tejado.

Ahora que lo pienso... quizá tenga algo idealizado ese recuerdo pueril. Puede que una iglesia de barrio no atesorara tan enrevesada ornamenta. Y hasta es muy probable que mi impresionable percepción infantil grabara, caprichosamente, esa imagen de catedral esplendorosa.

En cualquier caso, esa magnificente atmósfera hacía suscitar, en mí, un sin fin de preguntas que, ante la total ausencia paterna, solo podía esclarecer mi querida madre.

 - Mamá, ¿quién vive ahí? -pregunté señalando el edificio.
 - Esa es la casa de Dios.
 - ¡Ah! -musité, intentando hacer ver que entendía la respuesta.

Mi madre, conociéndome como si me hubiese parido (de hecho, creo que fue así), detectó mi confusión y terció, con rapidez, para apaciguar mi inquietud.

 - No te preocupes -dijo con dulzura- El Domingo por la mañana vendremos a hacer una visita.

Así era mi madre. Capaz de sacrificar un día festivo para complementar, con una excursión, la educación de sus hijos. Vamos, todo lo contrario a mi padre, que no salía de su embelesamiento ni para darnos las buenas noches.

En fin. Llegó el esperado día y, tras el desayuno, nos encaminamos hacia la parroquia. Atravesamos el grueso pórtico de madera y cayó, sobre nosotros, un fuerte olor a cera derretida, acompañado por  un murmullo de susurros y una tenue iluminación que se propagaba por todo el recinto. El conjunto resultó abrumador, desbordando mis sentidos. Alzar la vista, siguiendo con la mirada las gruesas columnas, para tropezar con esas majestuosas cúpulas, me paralizó durante unos segundos; los mismos que tardé en percatarme de una hilera humana esperando por una galleta.

 - Mamá, ¿Puedo ponerme en la cola? -pregunté con timidez.

Mi madre, sabedora de la importancia que ese simple rito representaba, me agarró por los hombros, hincó una rodilla a mis pies y, mirándome a los ojos, procuró traspasarme todos sus conocimientos.

 - Escucha -me dijo muy seria- Ya sabes que nunca fuiste bautizado y, por ese motivo, jamás hiciste la comunión. Siempre quisimos que, cuando fueras mayor, pudieras escoger entre las diferentes religiones existentes en el mundo. Esto sucederá, o no, según tu criterio. Ahora bien, esa galleta, llamada hostia, representa para los cristianos el cuerpo sagrado de Dios. Si te la comes estarás aceptando, a los ojos de la gente, que Dios habite en tu interior. Así que, tú mismo.


Yo, haciendo gala de esa inocencia que me proporcionaba el no haber entendido nada, vacilé unos segundos, y contesté con toda la locuacidad de la que pude hacer acopio a esa temprana edad.

 - Pues vale.

Y me coloqué en la fila.

En los minutos de espera durante la lenta procesión, no pude dejar de dar vueltas a las sabias palabras de mi madre. Aunque, para no faltar a la verdad, solo me preocupaba una palabra. Hostia. Confieso que anduve algo receloso ante la inminente posibilidad de comerme una. Alguna vez había escuchado a mi abuelo decir, <<Cuando vuelva a ver a tu padre se va a comer una santa hostia. Y ya veremos como espabila>>, entendiendo perfectamente el concepto. Por esos antojos del destino me encontraba comulgando, en sus dos sentidos, con los pensamientos de mi abuelo.

Para mi tranquilidad, el guantazo no llegó. Solo un ovalado pedazo de pan que introdujo el sacerdote en mi boca. Como el aperitivo acabó resultando, a todas luces, ridículo, volví al final de la cola para recibir otra ración, sin saber que estaba cometiendo uno de los mayores pecados que puede llevar a un cristiano a pudrirse en el infierno. La gula. Y en las mismísimas narices del cura.

Calculo que sería en mi sexto panecillo cuando el sacerdote decidió dejar de hacer la vista gorda. Lo cierto es que, con tanta visita al altar, ya me sentía como en casa, e incluso hice el intento de agarrar yo mismo el alimento de la bandeja. Creo que ese gesto de confianza es lo peor que se me pudo ocurrir. El cura correspondió, a mi cándido movimiento, clavándome una mirada que, al percibirla inyectada en sangre, consiguió hacerme perder el apetito. Reconocí aquella arisca mueca, pues era la misma que nos lanzaba mi padre cuando le interrumpíamos la siesta, y corrí a refugiarme bajo las faldas de mi protectora madre.

 - ¿Ya te has cansado de hacer cola? -preguntó con ternura.
 - Sí -dije, recomponiéndome.
 - Pues ahora nos sentaremos en este banco de madera y podremos observar, en silencio, la Misa.

Y así fue. Aunque, para ser sinceros, poco pudimos disfrutar del asiento. Cada dos por tres nos espoleaban desde los altavoces con el fin de levantarnos para, al momento, volvernos a sentar. Cada subida y bajada era aprovechada por el párroco para pedir perdón al Señor. Hubo un tiempo muerto, a mitad de ceremonia, en el que nos encontrábamos de pie, que intenté dedicar a paliar mi aburrimiento.

 - Mamá, ¿no era esta la casa de Dios?
 - Así es -contestó en voz baja.
 - Entonces... ¿Dónde está Dios?
 - En todas partes -dijo para que me callara.

Como la respuesta me pareció algo esquiva y, lejos de resolver dudas, acrecentó mi desasosiego, continué con el fatigoso interrogatorio que perpetraría cualquier crío de mi edad.

 - ¿Y ese Señor? Ese que el cura no para de pedir perdón... ¿Quién es?
 - Es Dios.
 - Pero... Si es un Señor, no puede ser Dios.
 - Bueno, puede que se refiera a su hijo -comentó mi madre, liando más la trama.
 - Entonces... ¿Dónde está su hijo? -inquirí de forma cargante.

Mi madre, sin sospechar en las consecuencias de su respuesta, acercó su cabeza a la mía, señaló con la nariz el estrado y, susurrando en mi oído, me soltó la respuesta que, según ella, me haría callar.

 - ¿Ves esa estatua, ahí, colgada?

Asentí al ver a Cristo en la cruz.

Aunque no lo veía tan bien como yo quisiera, por culpa de las dos malditas dioptrías de astigmatismo con las que me habían obsequiado los genes paternos.

 - Pues ese, ese es el hijo de Dios -confirmó.

¿Estaba el cura pidiendo perdón a una figura? ¿A un maniquí? ¿A un muñeco? Todas esas preguntas provocaron, en mí, la sensación de estar presenciando una situación completamente absurda. No recuerdo si fue porque yo era un niño muy risueño o porque el cura mojó en el vino las Hostias que había ingerido, pero la explosión que exterioricé, en forma de estruendosa carcajada, rebotó con un eco infinito sobre las paredes del templo.

Esto propició dos cosas. Que todos los feligreses giraran la cabeza, con aires despectivos, hacia nosotros. Y que mi madre padeciese la suficiente vergüenza como para cargarme, cual saco de patatas, y salir a toda prisa por la puerta mientras me tronchaba de risa.

Ese día aprendí a respetar todas las religiones para intentar no ofender a nadie con mi ignorancia. Sobre todo si son tan amables de abrir las puertas de su casa para que se les pueda visitar.

¡Ah!, sí. Y a perdonar, a perdonar mucho. Aunque, releyendo lo escrito sobre mi padre, intuyo que aún me queda un largo camino que recorrer hasta interiorizar ese sentimiento.

martes, 12 de noviembre de 2013

La pandilla de los extraños



Decir que soy raro no tiene sentido. Todos lo somos, sin excepción. Cada uno posee un conjunto único de características que nos diferencia de cualquier otra persona. Que alguien nos tilde de raros solo responde a que han visto, en nosotros, algo excepcionalmente inusual. Pero por cada individuo que piense en esa cualidad como una rareza, habrá otro que le resulte de lo más común. Incluso el no ser agraciado con alguna de esas singularidades resultaría algo anómalo.

Propuse una tesis que teorizaba sobre la dispersión de todas las rarezas por el mundo para que, al combinarlas, cada uno fuésemos como quisiéramos. Pero, claro, tuve que conocer a mis amigos y me la tumbaron con un simple suspiro; como a un castillo de naipes. Sus excentricidades son tan únicas y extraordinarias que sobrepasa lo imaginable.

César, por ejemplo. Dicen que los hombres piensan en sexo casi el doble de veces que las mujeres en un solo día. Pues César puede doblar los registros de cualquier hombre sin esfuerzo aparente. Y, si me apuras, hasta triplicarlos. Aunque espero que no lo asociéis a una mente lasciva, porque os estaréis equivocando de pe a pa. Y eso, según tengo entendido, es mucho. 
Mi amigo es un estudioso, un erudito, un sabio en su materia. Una de esas personas, por no decir la única, que sabe exactamente cuanto tiempo dura un orgasmo de cualquier animal sobre la faz de la tierra. Bueno, de cualquiera que sea capaz de provocarse uno, evidentemente. Da igual el tema que estés tratando en una conversación porque, si aparece un animal, ¡ZAS! te suelta el dato. Nunca hemos logrado entender de donde saca semejante información, ya que, dedicándose a repartir cartas, no le ha de quedar demasiado tiempo para otros menesteres. Tampoco sabemos la utilidad que le encuentra a su afición. Como mucho podrá tener una idea de los minutos de sufrimiento que padecerá si algún día visita una selva y a un tigre de bengala, por poner un ejemplo factible, le da por  violarle en lugar de zampárselo.

Pero este caso es leve si lo comparamos con el de Luís. Su obsesión está tan enfocada al mundo de la vinicultura que en su mente no hay sitio para nada más. Ni en su casa. Tal como entras en su piso te recibe una enorme barrica jerezana de mil litros. Nadie se explica como logró hacerla entrar por la puerta. Por suerte no contiene líquido, aunque aprovecha su enorme capacidad para albergar una impresionante colección de corchos. Pero eso es solo el recibidor, porque en la primera habitación que te encuentras recopila todas y cada una de las botellas consumidas en años de afición. Está tan forrada de cristal que más que un cuarto parece una pecera. Y si nos acercamos a la siguiente nos esperarán unos archivadores, de pared a pared, que guardan en sus entrañas miles de las etiquetas que decoraban esos recipientes antes mencionados. Aunque lo más sorprendente llega cuando te enseña la terraza. Y vaya terraza. Ochenta metros cuadrados, de los cien que mide en total, están invadidos por tiestos perfectamente ordenados. Y, ¿adivináis qué contienen? Pues más de setenta variedades de cepas de vid, como no podía ser de otra forma. ¿Pero cómo es posible meter esa cantidad de plantas en un piso?, os estaréis preguntando. Pues, y aquí viene lo extraordinario, las ha miniaturizado en forma de bonsai. Vamos, una locura. ¡Ah!, y no te atrevas a pedirle una Coca-Cola porque te tirará uno de esos cascos vacíos a la cabeza. Uno de los irrompibles, por supuesto.

Pero, a pesar de nuestras extravagancias, somos buena gente. Y juntos nos lo pasamos fenomenal. Incluso creo que aprovechamos nuestros encuentros para desahogarnos de nuestras obsesiones, para olvidar la esclavitud de sus atenciones, para, en definitiva, sentirnos personas normales.


¡Uy!, se me olvidaba. No os he hablado de mi pasatiempo. Bah, es una nimiedad que apenas tiene importancia. Fíjate tú que, César y Luís, hasta me han puesto un mote... je, je, que cachondos. El multi-artista estrafalario me llaman. Total, que me guste experimentar en varias disciplinas no es nada insólito, mucha gente lo hace. Casualmente expongo en el centro cívico de mi barrio, durante toda esta semana, una colección de fotografías (analógicas, digitales o en Polaroid), cuadros, bocetos arquitectónicos, canciones, esculturas (esculpidas en mármol, alambre, hielo o porexpán) , relatos, cortometrajes (registrados en Super8, betamax o cámara de Iphone), poemas, bandas sonoras y jarrones de arcilla. Huelga decir que todo el material ha sido exprimido de mi vena artística. Mientras, en la sala anexa, se interpretará un musical que he ideado partiendo de una adaptación gay sobre un texto de Shakespeare. Lo he renombrado "Romeo y Julio". Por cierto, yo mismo daré vida a los dos personajes. ¿Os apuntáis?


martes, 5 de noviembre de 2013

Más allá del entendimiento



Sé que no soy la persona más indicada para valorar la forma de hablar de nadie. Ya he comentado en alguna ocasión que la mía deja mucho que desear. Suelo hablar rápido, sin vocalizar y, casi siempre, en un imperceptible susurro. Y es que me resulta un gran esfuerzo físico, un mal trago que intento pasar lo más rápidamente posible. Así que, por todas estas razones, no juzgaré, solo expondré.

Este extraño suceso podría estar situado en cualquier lugar donde dos personas se parasen a conversar, pero yo lo viví en una sala de espera mientras escuchaba a dos amigas (creo) dialogar.

 - ¡Mujer! ¿Cómo tú por aquí?
 - ¡Ay, que alegría verte! Pues ya ves, a lo de siempre.
 - Claro, claro. Yo igual.
 - ¿Y qué tal tú marido?
 - Bien, bien. Aunque un poco liado.
 - Pero lo va sacando ¿no?
 - Eso parece, aunque no es fácil.
 - No, claro que no. Mientras no le pase como a ese...
 - Ah, ¿a ese?
 - Sabes lo de ese que te dije ¿no?
 - Pues ahora que lo dices, no. Así que cuenta, cuenta...
 - Pues se fue allí, a aquel sitio...
 - ¿En serio? Pero si nunca le ha gustado hacerlo.
 - Ya, pues no se quejó. Sobre todo cuando...
 - No me lo puedo creer. Y más sabiendo como se pone.
 - Pues eso no es todo. Me contó que le hicieron sentirse... así...
 - Claro, no me extraña. ¿Cómo te sentirías tú?
 - Pues igual, para que nos vamos a engañar.
 - Es que, a quien se le ocurre.
 - Y, cambiando de tema, aquello de lo tuyo...
 - ¿Lo mío? Se ha pospuesto. ¿No lo sabías?
 - Como quieres que lo sepa, si siempre soy la última en enterarme.
 - Pues sí, ya ves. Otra vez igual.
 - Bueno, pero tu tranquila. No vayas a...
 - ¡No, no! Yo a lo mío.
 - Eso, que luego ya sabes lo que pasa.
 - ¿Por eso? No sufras, que ya sé lo que tengo que hacer.
 - Si, pero siempre vigilando. Que luego...
 - Ya, ya. No te preocupes, que siempre lo hago.
 - Es que, el día que dejes de hacerlo...
 - Ni se me pasaría por la cabeza.
 - Oye, por cierto. ¿Y tu hermano?
 - Ahí, a lo suyo.
 - ¡Ah!, pero todavía continúa...
 - Claro, él no lo va a dejar. Ya sabes que si no...
 - Pues muy bien hecho. Y si lo deja que no sea por aquello.
 - ¿Aquello? Que va. Ya es agua pasada.

¡Basta!

Ya. Paro. No quiero llegar, rememorando el trauma, a convulsionar como la primera vez que lo escuché. Solo diré que tras esta... esta... esto, tuve que acercarme a la peluquería más cercana para que me lavaran la cabeza. Haciendo especial hincapié en el masaje capilar durante el enjabonado. Solo así pude apaciguar los calambres encefálicos producidos por las siete rampas, en el córtex cerebral, que sufrí.

Esto me pasa por forzar la mente más allá del entendimiento. Este Universo está plagado de episodios para los que, indudablemente, uno no está preparado.