sábado, 27 de diciembre de 2014

Tradiciones bajo sospecha



En estos días tan navideños he empezado a pensar en las eternas tradiciones que, de forma tan natural, repetimos año tras año. Y me ha dado, sin saber muy bien cómo, por poner bajo sospecha a una de ellas en concreto. Seguramente pensaréis que, dada la cantidad de desordenes que se producen en estas fiestas (comidas copiosas, abuso del alcohol, consumismo desenfrenado, y un largo etcétera), una sola inquietud puede resultar incluso escasa, pero es que atesoro en mi interior una enorme fuerza inconsciente que arrastra mi mente a un estado de ánimo de la más ingenua despreocupación, y no deja que mi cerebro se altere por casi nada. Por más desasosiegos que encuentre, uno es lo máximo que puede llegar a perturbarme.

Los más optimistas opinarán que, puestos a analizar tradiciones, mejor dedicarse a ver los lados positivos de esas entrañables costumbres y dejar arrinconadas las prácticas que no me convencen; que por algo son festivos estos días, para intentar disfrutarlos. Pues no. Y mucha culpa de mi negatividad seguramente la tenga el inmenso trancazo que arrastro desde hace una semana. Ahora que lo pienso, es posible que la inevitable visita de los microbios también la podamos colocar en la lista de acontecimientos navideños habituales. Aunque lo de este año no es normal. El otro día, sin ir más lejos, mantuve una batalla feroz por el dominio de mi cuerpo que un poco más y doy por perdida ante el envite de los gérmenes. A esos cabroncetes, no contentos con hacerme moquear, estornudar y toser, se les ocurrió activar en mi organismo todos esos síntomas a la vez y sumarle, además, un ataque de hipo. Hasta un compañero de trabajo me preguntó si me encontraba bien al ver la cantidad de movimientos espasmódicos y sonidos extraños que proyectaba en todas direcciones. Pero tranquilos, porque le contesté, así como quien no sufre por nada, que seguramente andaba un poco resfriado, pues no sólo soy una persona despreocupada, sino que también me gusta compartir con el resto de la humanidad mi facilidad de quitar importancia a los problemas y procuro no traspasar mi desazón a nadie. Aunque, ahora que estamos en confianza, he de confesar que casi me rindo ante la invasión del virus y que a punto estuve de abandonar mi cuerpo a su suerte. El problema hubiese venido después, cuando, desvalido, tuviera serias dificultades en encontrar otra fachada donde refugiarme. Seguramente por eso resistí, claro.

Pero bueno, no os voy a aburrir más con mis luchas interiores y vamos al tema en cuestión. 

Hay una tradición muy catalana llamada fer cagar el Tió. ¿Que no sabéis en qué consiste? Pues yo os lo explico, que casualmente me habéis pillado con ganas de escribir sobre este asunto y no me cuesta nada.

El rito es muy sencillo. Nada más tenéis que haceos con un tronco de madera (el tamaño va a gustos), acondicionarlo más o menos como la muestra que he puesto en la imagen de cabecera y hacer la pantomima de darle de comer para, más tarde, golpearlo con un palo hasta lograr, al menos en apariencia, que el leño defeque chucherías y regalos. No tiene más secretos. Se podría decir, si nos asomáramos al chiste fácil y estereotipado, que es como una piñata pero a la catalana: dado que el tronco no se rompe (a no ser que en lugar de niños criéis orangutanes), puede ser reutilizado cada navidad, con el consecuente ahorro que eso conlleva.

Aquí una banda de niños moliendo a palos un indefenso Tió


Pues, aún así, lo encuentro bárbaro.

Supongo que los conocedores de mi extremo carácter pacifista ya se habrán dado cuenta de qué es lo que no me gusta de esta práctica. Exacto, el apaleamiento indiscriminado que sufre el indefenso madero; del que no podemos olvidar que ha sido caracterizado con un nombre, nariz, boca, ojos y gorro para dotarlo de cierta personalidad. ¿Es así como queremos educar a nuestros hijos? ¿En el convencimiento de ser premiados con comida y regalos si apaleamos a otro ser vivo? O, dicho de otra manera, aleccionándoles en el arte de zurrar a otro animal hasta que, literalmente, se cague de miedo y nos reporte unos buenos beneficios en forma de golosinas y juguetes.

Mira que yo soy de los que aplaudí cuando eliminaron las sangrientas corridas de toros en el ámbito catalán, pero también pienso que deberíamos mirar hacia liturgias donde la violencia injustificada no es tan explícita pero continúa en esencia. Y no hay mejor modo que empezar por la educación, porque no creo que aporrear con un palo sea la forma más civilizada de enseñar a nuestros niños a demandar sus anhelos.

También es posible que toda esta reflexión venga propiciada por lo sensibilizado que se encuentra uno cuando anda un poco enfermo (véase cómo, aún al borde de la muerte, continúo con mis inexplicables ansias de quitar hierro al padecimiento). Porque mis convicciones son tan volubles que no me extrañaría nada cambiar de opinión en unos días y empezar a asegurar que la práctica del caga Tió está enfocada como metáfora del esfuerzo y la lucha diaria que hay que mantener para sacar adelante nuestras aspiraciones en el día a día.

Y, si me lo propongo, soy capaz de sacarle una tercera o cuarta lectura al tema, como que es un desestresante para niños hiperactivos o que se trata de una vieja ceremonia que nuestros ancestros utilizaban para espantar malos espíritus del bosque a base de su tam-tam. Es lo que tiene poseer unas ideologías tan endebles. Pero será otro día, porque ahora voy a sonarme los mocos.


jueves, 18 de diciembre de 2014

Clavada en el corazón

Pues ya estamos de vuelta. Con un nuevo piso, una nueva línea, pero la misma tontería de siempre. Y, como ejemplo, aquí va uno de esos relatos que florecen de vez en cuando en mi mente enfermiza. Sólo espero que sea leve.



Clavada en el corazón
Adrián miró al besugo postrado en el plato sin saber qué decir, como quien se topa con un amigo de la infancia, veinte años después, y no sabe muy bien cómo saludar. 

Observó su piel, torrada por la fritura infligida, y se relamió. Si el sabor era tal y como lo recordaba se daría un buen festín, ansiado durante mucho, mucho tiempo. De hecho, ese tiempo era exactamente el que llevaba casado con María y sin probar un pez: veinte años. Cuando al cura se le escuchó recitar la liturgia del matrimonio, no tuvo reparos al enfatizar: "en la pobreza y en la riqueza, en la salud y en la enfermedad", olvidándose de incluir "para la carne y no para el pescado", siendo además esta frase la única veraz. También recordó cómo Joaquín, su amigo del alma, en un arrebato de sinceridad ocurrido el día anterior a su boda, le había advertido de los sinsabores aparecidos en la convivencia de su, por aquel entonces, corto matrimonio. Lo que Adrián jamás pensó es que ese vaticinio lo acabase sufriendo de forma tan literal. Aunque no se podía quejar. Eliminar de su dieta el pescado jamás había sido una imposición, sino una sensatez adoptada voluntariamente tras conocer la profunda animadversión que su amada profesaba a ese viscoso animal. Y lo asumió con gusto y disciplina, sabedor de que esa ínfima renuncia le acercaría más al cariño de María.

Se distrajo con el brillo de la lampara del comedor reflejado en el cuchillo de pescado. Después de tanto tiempo, ¿aún sabría manejar ese cubierto? Lo agarró con su mano derecha y lo alzó a la altura de los ojos. El metal de la paleta le devolvió la imagen de un grueso rostro perfilado sobre una prominente papada, cuarteado por el sol tras innumerables horas de trabajo en la obra y avejentado por el paso de los años. Si hubiera utilizado más a menudo ese instrumento que sostenía entre los dedos, seguramente se encontraría mucho más estilizado, como en su época de soltero. Pero el amor es ciego, y esa falta de visión le indujo a pasar por alto todas aquellas suculentas recetas que se anunciaban en el menú de cualquier restaurante que visitara. Dorada al horno, bacalao al pil pil, sardinas en escabeche, exquisitos platos que ni se paraba a leer; y mucho menos a probar. Jamás se hubiera perdonado que, al regresar a casa, su mujer le robara un furtivo beso en los labios con sabor a lenguado.

Pero María ya no estaba allí, se había marchado. En el piso quedaba solo Adrián, con el besugo a la plancha y un susurrante murmullo de fondo proveniente del televisor. Ella le había abandonado, por otro hombre más joven. Un surfista australiano llamado Lou Beehna, diez años menor que ella, que dedicaba su tiempo a recorrer el mundo en busca de olas perfectas. 

Adrián, al principio, no se lo podía creer. ¿María acampando día y noche a la vera del mar, justo en el lugar de donde procedían todas sus pesadillas?, ¿compartiendo cama con un hombre que desprendía olor a salitre y sudor? ¡Si hasta su nombre sonaba como el de un pez! No, no podía ser cierto. Lo dejaría en cuanto se diera cuenta de su inmenso error. <<Siempre ha sido muy impulsiva>>, se intentó convencer. <<Volverá a casa, a su verdadero hogar>>.

Pero ya había pasado casi un año y no daba muestra alguna de recapacitar. Ni tan siquiera señales de vida.

Dos días antes, apenas despertarse, miró a su alrededor y se sintió como un extraño viviendo en casa ajena. Una colcha rosa, con multitud de flecos espigados, abrigaba la cama donde dormía. Contempló, absorto, un póster enmarcado que decoraba la estancia. Allí se encontraban dos osos amorosos con la clara intención de besarse bajo la sombra de un inmenso corazón. Giró la vista hacia la cómoda y se sorprendió al verla invadida por cremas revitalizadoras. De golpe, le sobrevino la incómoda sensación de no entender qué pintaban allí; ni aquellos potingues ni él. Unos segundos más tarde abrió el armario vestidor y comprobó que su ropa a penas ocupaba una sexta parte del mismo. Se dio cuenta que los estantes estaban repletos de bolsos, zapatos, blusas y faldas, aguardando prestos de ser utilizados por una dueña que jamás iba a regresar. Se dirigió al servicio y le abrumó la cantidad de champús, acondicionadores y productos de cosmética que allí acechaban. Costó dar con su patético gel del Carrefour entre tanto recipiente glamoroso. Tras terminar con una decepcionante ducha que en nada ayudó a tranquilizarle, se encaminó hacia el comedor, pasando por el pasillo que albergaba la enorme estantería sobre la que María había estado recopilando durante años frascos de perfumes conceptuales; todos ellos surgidos de la mente de sus modistas más admirados. Era como si atravesara un túnel del terror diseñado expresamente por ella para ser por siempre recordada. Y desembocar en el salón tampoco le ayudó a levantar el ánimo. Aquella lámpara exclusiva de formas imposibles, aquel mantel estampado con frutas de colores... Todo, absolutamente todo, había sido dispuesto al gusto de su mujer.

Desde aquel día no estaba muy seguro de si María le había abandonado a él o a todos sus enseres. Aunque no descartaba la posibilidad de que él mismo representara para su esposa una propiedad más. Un objeto, entre tantos, del que se había desprendido. Esa imagen de desamparo había dejado un enorme socavón en su autoestima. Pero el tiempo ayuda a ver las cosas con diferente perspectiva. Y al tocar fondo, en ese mismo agujero originado en su amor propio, fue a plantar la semilla de la que emergiera su dignidad. La indiscutible decisión que le llevaría a terminar, de una vez por todas, con los lazos que le unían a su mujer. Aunque no se iba a precipitar. Planeó para el fin de semana el momento idóneo donde descargar toda su frustración. Ahora lo veía claro: volvería a ser el que era. Y allí estaba, en ese sábado largamente planeado, con el alimento prohibido que ni en sueños se hubiera atrevido a degustar de continuar María a su lado. 

Adrián se levantó de la mesa con el pescado aún intacto, se abalanzó sobre el mueble del comedor y, del primer cajón, extrajo los papeles del divorcio que le habían llegado seis meses atrás. Se había prometido no firmarlos nunca, pues ese gesto representaba perder toda esperanza de regreso a su antigua vida; pero nunca, es demasiado tiempo para cualquier persona. Y donde antes hubo promesa ahora sólo quedaba rencor. Rencor por haber sido traicionado, por no ser más que una marioneta en sus manos y, finalmente, por haber sido repudiado con calculada frialdad, desde más de siete mil kilómetros de distancia y por correo, a través del contrato de nulidad que mantenía en sus manos. Ahora notaba cómo todo ese resentimiento le ardía en el estómago. Y odiaba sentirse así. 

De un tirón, arrancó la capucha de la pluma y estampó su firma en el papel que le desligaba de su mujer. Pero intuía, sabía, que eso no sería suficiente. En ese preciso instante le sobrevino el tremendo impulso de empezar a olvidarla. Y cuanto antes, mejor. Estaba listo. 

Agarró con fuerza la estilográfica y la lanzó contra la absurda lámpara que decoraba el salón. La pluma impactó sobre su campana, originando un sonoro "gong" que fue la señal de salida para dar rienda suelta a su furia contenida. Arremetió contra el besugo clavando sus dedos en el jugoso lomo y propinándole dentelladas rabiosas, sin guardar el más mínimo decoro. Estaba fuera de sí, y la mayor parte de sus arrebatos los estaba sufriendo el indefenso besugo. Pretendía devorar el pasado con la misma celeridad que engullía el pescado, enterrando veinte años de recuerdos bajo su delicioso sabor.

De pronto, Adrián sintió una punzada en el tórax, como si una flecha le atravesara el pecho. Se convulsionó en un espasmo incontrolado y cayó a plomo sobre los restos del besugo. Mientras se le vidriaba la mirada aún tuvo tiempo para un último pensamiento. Una repentina certeza, oculta en amargo lamento, emergió de su mente. <<Esto jamás hubiera sucedido con María a mi lado>>. Y tras su última reflexión, expiró.

El lunes había amanecido envuelto en una borrasca, bajo una lluvia persistente que parecía llorar todas las lágrimas que Joaquín echaba en falta en el velatorio de Adrián. Aunque tampoco suponía una gran sorpresa, pues sabía muy bien que carecía de familiares cercanos a los que consolar. Por eso mismo era el propio Joaquín quien se encargaba de dar la bienvenida a las puertas de la funeraria. Ocuparse del entierro suponía el último favor hacia su querido amigo, prestándose con gusto a ello.

A media mañana encontró un corrillo donde descansar de tanto ajetreo. Un grupo formado por compañeros del trabajo de Adrián con los que ya había coincidido en alguna que otra ocasión.

- ¿Cómo andamos Joaquín? -saludó Carlos- Menudo marrón en el que te has metido ¿no?
- Desgraciadamente, es lo que toca -contestó resignado.
- ¿Pudiste dar con María? -preguntó mirando a su alrededor- No la he visto entre los presentes.
- ¿Su mujer? Sí, me devolvió las llamadas de madrugada. Al parecer se encontraba en Melbourne. No vendrá -añadió secamente- Al principio parecía afectada, pero en cuanto le comenté que Adrián había rubricado el divorcio justo antes de morir, cambió el tono de voz y me dijo que nada se le había perdido por aquí. Por lo que me dio a entender, su mayor pérdida será no recibir la pensión de viudez.
- Pobre Adrián -lamentó Carlos- Incluso muerto lo continúan exprimiendo.

Todo el grupo recibió la frase con un asentimiento de cabeza.

- Por cierto, ¿ya se sabe qué le pasó? -preguntó Javier, quizá el más aprensivo de todos ellos- Que yo sepa no estaba enfermo ni nada.
- Pues algo me ha comentado la policía. Se ve que le han encontrado un cuerpo extraño atravesando el ventrículo superior derecho. Algo parecido a una espina. Aunque me han asegurado que no pertenecía al pescado que cenaba ni saben muy bien cómo llegó allí. <<Misterios del corazón>> diagnosticó el forense.

Todos volvieron a asentir.

martes, 9 de diciembre de 2014

Se busca pareja


Seguramente este título no me vaya a resultar de gran ayuda, pero es que ya no sé qué hacer para conseguir una mujer. Mira que lo he intentado más de mil veces, pero no hay manera. No dejo de asomar todos los viernes noche por las discotecas y conozco a todas y cada una de las chicas solteras; el problema es que ninguna quiere conocerme a mí. Bailo como un poseso y me contoneo de forma sensual delante de todas ellas, pero creo que ni me ven.

Siendo plenamente consciente de mis problemas para conectar de forma visual con el sexo opuesto, he probado a congeniar con otra clase de chicas, pero empiezo a sospechar sobre la posibilidad de que tampoco sean capaces de escucharme. Todos los domingos salgo de excursión, como guía, con las juventudes de la ONCE y hasta la fecha no he conseguido entablar una sola conversación con ninguna fémina en la que me hicieran el más mínimo caso. Y eso que casi hablo gritando para solapar al resto de conversaciones, pero todas se han confabulado en mi contra y no piensan darme una mísera oportunidad de intimar.

Mi desesperación ha llegado a tal punto que no dejo escapar la más mínima oportunidad de acechar cualquier cosa que se parezca a una mujer. El otro día, por ejemplo. ¿Recordáis la noticia anunciada por todos los medios? Sí hombre, aquella que alertaba de que una terrible vampiresa andaba suelta por la ciudad. Pues hice todo lo posible por atraerla a mi morada. 

Lo sé, soy patético. Pero si no hay mujer que me pueda ver ni escuchar, pensé que al menos una chupasangre me podría oler. Así que no dudé en afeitarme con agua muy fría y una cuchilla desechable, la combinación idónea para infligirme unos buenos tajos en el pescuezo. Luego, antes de que la sangre coagulara, me asomé corriendo al balcón, buscando la orientación adecuada para que el viento acariciara mi cuello y esparciera el aroma de mi globulina entre los edificios. Para mi sorpresa, acabé cautivando a una decena de hembras aladas, aunque no eran de la especie deseada. La ingente cantidad de mosquitos que acudieron a mi llamada me dejaron la tez con el mismo número de forúnculos que cuando contaba con quince años de edad. Y de la vampiresa ni rastro, claro.

¿Será posible que hasta los monstruos del inframundo me huyan? 

Bien pensado, puede que al fin y al cabo haya sido lo mejor. Mira que si me acabo liando con una vampiresa y acaba conservando el mismo nivel intelectual que sus colegas, las mosquitas... Igual la frase "parecía una mosquita muerta" se refiera a las vampiresas. Vete tú a saber.


domingo, 23 de noviembre de 2014

Traslado de línea


Siempre he pensado que si la humanidad ha llegado al estatus donde nos encontramos es, en gran medida, gracias a nuestra capacidad innata de comunicarnos. Bueno, no siempre. Más bien desde que leí un artículo de no recuerdo qué científico, que sostenía la tesis, no sé si del todo cierta, de que el Homo Sapiens se impuso al Neandertal por poseer unas cuerdas vocales mejor desarrolladas con las que poder transmitir conocimientos entre sus congéneres. Sin embargo, tras miles de años depurando esta forma tan curiosa de comunicarnos (porque no me negareis que, el hecho de hacer pasar viento por el esófago para emitir ondas sonoras que acaban siendo descifradas por dos caracolas de carne que cuelgan a ambos lados de nuestra cabeza, no deja de ser como mínimo inquietante), aún ocurren sucesos que zarandean sin piedad cualquier ilustre estudio basado en nuestra forma de hacernos entender, llevándonos a pensar en que esos prodigios evolutivos que nos impulsaron, primero a bajar de los árboles para luego salir de las cuevas, fueron fruto del simple azar. Aunque mejor os pongo en situación.

Todo aquel que pase a menudo por aquí será consciente que andamos ocupados, mi mujer y yo, en llevar a cabo una mudanza inminente. Pero de lo que ya no estoy tan seguro es de que seáis realmente conscientes de todo lo que ello implica. A la ya manida operación de cargar con todos los bártulos sobre un vehículo y transportarlos al nuevo domicilio, hay que sumar el traslado metafórico de internet y línea fija de telefonía. Y digo metafórico porque no aparece un señor por casa, arranca el cableado y lo instala en el piso nuevo. Sencillamente vienen siendo dos trámites en uno: primero cortar la señal antigua para, seguidamente, dar de alta la nueva, respetando, eso sí, el contrato en vigor. O quizá no sea tan sencillo como parece.

Seguramente penséis que fue por culpa de mi habitual torpeza a la hora de expresarme verbalmente, pero no fue así. Juro que no fue así. Porque el primer paso lo dio mi mujer, y la sublime eficiencia que destila en estos casos es del todo intachable. Pero mejor empiezo por el principio.

Se nos ocurrió, por aquello de ir adelantando faena, ponernos en contacto con nuestro operador de telefonía, un mes antes, con la intención de comunicarles el próximo traslado. Supusimos que avisando con mucha antelación lograríamos evitar los posibles contratiempos y que, aún en el caso de suceder, al disponer de una gran reserva de días por delante, podríamos evitar quedarnos sin línea. Pues ya no estoy tan seguro de que sea así.

En principio, las instrucciones que dio mi mujer eran bien sencillas: mantener nuestra actual línea hasta el nueve de diciembre y dar de alta la nueva conexión, en el nuevo piso, a partir del quince del mismo mes. Así, a primera vista, no parecen ser unas demandas descabelladas, pero la inoperancia del ser humano puede complicar mucho las cosas. Pero mucho, mucho.

Para empezar nos llamó al día siguiente una chica alentándonos para que volviéramos a explicarle, de viva voz, lo mismo que había escrito mi mujer en el e-mail, asegurando que no había ningún problema y que procedía a poner en marcha el proceso. Pero el primer inconveniente apareció a los dos días, cuando nos llegó un SMS indicándonos que nos cortarían la señal en siete días y que disponíamos de otros tantos para devolver el equipo (módem y demás). Mi mujer, alertada por la premura del mensaje, llamó de nuevo a nuestro operador para intentar aclarar el malentendido. No consiguió hablar con la chica que le había atendido dos días atrás, pero aún así logró que otra chica le abriera una incidencia donde se solicitaba un alta de línea temporal, pues al parecer, la baja que acontecería a los siete días resultaba irrevocable. Con esta gestión, y recordándole de nuevo a la joven nuestra intención de realizar el traslado de línea, dimos el tema por zanjado, esperando que cumplan con su palabra y no nos quedemos incomunicados. El primer paso parecía estar resulto. Al menos aparentemente.

A la mañana siguiente, estando yo recién levantado, recibí una llamada en el teléfono fijo de casa que me dejó perplejo. Se trataba de un instalador que pretendía concertar conmigo una hora determinada para colocarme el módem en el piso nuevo. Le dije que no podía ser y rápidamente quiso quedar para el día siguiente. Así que no tuve más remedio que explicarle las enormes dificultades con que nos íbamos a encontrar si tratábamos de entrar en un piso que ni es mío, ni tengo las llaves y que, además, carece de electricidad. Parece ser que al final se convenció, pero aún así quiso que le proporcionara una fecha aproximada para poder llevar a cabo su tarea sin la necesidad de delinquir. A lo que respondí dándole una información idéntica a la de las dos chicas anteriores: a partir del quince de diciembre. El chico me respondió que lo dejaba apuntado y se despidió amablemente.

Pasado un cuarto de hora, y cuando ya me disponía a dar mi primer bocado sobre la habitual tostada matutina, volvió a sonar el teléfono. Esta vez era una chica, una operadora, la que insistía en poder concertar una hora conmigo para mandarme un instalador al piso nuevo. Ya un poco harto, le comenté que acababa de hablar con el instalador y le repetí todo lo que le había dicho a este, añadiendo además, que el joven me había asegurado dejarlo todo por escrito. La chica, algo ruborizada, me confirmó que el instalador había puesto en el apartado para comentarios "llamar en 15", aunque no tardó en disculparse al resultar ser todo un malentendido, pues ella había interpretado "llamar en quince minutos". Luego me garantizó que tomaba nota de lo sucedido y, sin más, se despidió.

La mañana transcurrió tranquila, sin más sobresaltos. Pude dedicarme a mis cosas hasta que llegó la hora de comer. Entonces, sobre las tres de la tarde, cuando sólo me restaba plantar los cubiertos sobre la mesa, sonó de nuevo la melodía de llamada entrante en mi teléfono. A estas alturas no me esperaba que fueron ellos otra vez, pero me equivocaba. Yo no sé que clase de nota habría dejado escrita la última chica con la que hablé, porque el objetivo continuaba siendo el mismo: concertar una hora para que el instalador pasara por el piso nuevo a colocarme el módem. Volví a recalcar con una dicción sublime, pues es lo que tiene cuando dedicas horas y horas a perfeccionar las mismas frases, todo lo que ya habíamos comentado anteriormente, preguntándome si quedaría alguien en esa empresa de comunicaciones que no conociera aún nuestro caso (si es así, por favor que me llame, porque no tengo ningún inconveniente en repetírselo). Al parecer, en esta ocasión la chica había confundido el día con la hora, por eso mismo me llamaba a partir de las quince horas.

Desde entonces no he vuelto a recibir más noticias sobre mi operador de telefonía y, para ser sincero, casi que los echo de menos. Han dejado un vacío en mi casa, concretamente sobre mi línea telefónica, difícil de sustituir. Aunque sospecho que no tardaré mucho en saber de ellos. Podría ser que corten la señal en pocos días. O que la próxima chica en asomarse a nuestra incidencia interprete que ha de llamarnos a partir del 2015 y tarden más de la cuenta en dar señales de vida. O tal vez, y sólo tal vez, se pongan en contacto conmigo el quince de diciembre y consigamos poner en práctica el anhelado plan que acabe por colocarme el dichoso módem en el piso nuevo. Aunque, vistos los antecedentes, lo dudo mucho.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Consuelo de tontos


Hace unos días, charlando con un  compañero de trabajo, me pidió el número de teléfono para mandarme una foto por WhatsApp. Cuando le comenté que no disponía de smartphone me miró como si fuera un bicho raro, pero aún así insistió y me preguntó por mi perfil de Facebook para solicitarme amistad y así poder pasarme la dichosa foto. Nada más decirle que tampoco utilizaba esa red social noté que se molestaba un poco. Él me estaba ofreciendo su amistad (eso sí, virtual) y yo por contra le estaba dando la impresión de rechazarla con una burda mentira, pues al parecer no le entraba en la cabeza que existiese alguien tan ajeno a esa amalgama de comunidades virtuales.

Para intentar resarcirme de la ofensa infligida, hice lo que nunca hago con persona que no son de mi confianza: confesarle que tengo un blog y darle la dirección. Este gesto no ayudaba en forma alguna a su intención de pasarme la foto, que por otra parte tampoco quería para nada, pero al menos sirvió para demostrarle que no despreciaba su camaradería.

La verdad es que no esperaba que entrara en el blog. Siempre lo veo tan ocupado satisfaciendo la incesante atención que le reclama su teléfono con silbidos u otros timbres, que no me lo imaginaba encontrando un rato para perderse por aquí. Pero parece ser que así fue, porque ayer mismo, justo antes de entrar a trabajar, volvió a sacar el tema y me comentó que había leído tres o cuatro entradas.

Aprovechando que tenía a un lector delante de mis narices, me aventuré a preguntarle que qué le parecía este espacio. Me miró de soslayo, con aires de condescendencia, y me soltó que no estaba mal, pero que no había encontrado nada realmente relevante. Que los temas tratados eran insustanciales. Y que, en definitiva, no escribía más que tonterías.

Al principio quedé un tanto abatido, cabizbajo ante la sensación de que tanto esfuerzo a penas servía para nada. Pero, de pronto, vino a mi rescate un sencillo gesto cotidiano que me insufló algo de vida. Fui testigo de cómo mi compañero volvía a fijar la mirada en su incansable móvil y daba réplica a un mensaje, tecleando una caca con ojos seguida de un bufido. En ese preciso instante pude percibir un trocito de amor propio que regresaba a mi encuentro. Ya se sabe que "mal de muchos, consuelo de tontos". Aunque ahora mismo no podría precisar quién de los dos se consoló más.


Nota: Este suceso jamás ha ocurrido, toda coincidencia con la realidad es fruto del azar. Aún así, se han suprimido los nombres de los protagonistas y las localizaciones donde acontecieron los hechos. Para más información, consulte con su farmacéutico. Sobre todo si les interesa la clase de drogas que toma el autor de este escrito.

martes, 4 de noviembre de 2014

Mi juego mental favorito

Creo que en alguna ocasión me he parado a explicar en qué consiste mi juego mental favorito. Pero si no es así, lo aclaro en un par de lineas.

Sencillamente es recoger una idea o una frase y distorsionarla de todas las formas que se me ocurran para intentar rehacerla en algo ingenioso. Naturalmente que no siempre resultan ser grandes hallazgos (uno da para lo que da), pero ese ejercicio de retorcer algo, darle más de una vuelta de tuerca o verlo desde otro punto de vista, lo encuentro muy estimulante. Otras personas, en cambio, no valorarán para nada este concepto y sencillamente llamarán a este juego "pensar en tonterías". Y no seré yo quien les lleve la contraria, pues no andarán mal encaminados.

Pero para que veáis un ejemplo de que esa tontería, al menos en mí, es infinita, he rescatado el título de mi anterior entrada para darle dos enfoques diferentes: uno en forma de relato corto y otro como microrrelato, que hacía tiempo que no me lanzaba a componer uno. Al menos nadie podrá acusarme de no reciclar.



El estrés de una mudanza (relato)

Ismael sólo disponía de un pequeño furgón que un amigo le había prestado. Más que suficiente, pensó, para completar la mudanza en los quince días que tenía de plazo antes de abandonar su actual piso.

Ese mismo mediodía emprendió su primer viaje cargando con sus objetos más preciados: fotos familiares, lienzos pincelados en interminables horas de trabajo sobre el caballete y cuatro sillas y una mesa que su padre había tallado para él justo antes de fallecer. Durante la tarde se dedicó a colocar y esparcir sus pertenencias por todas las estancias, impregnando así de su singular estilo al futuro hogar. Al anochecer volvió a su antiguo nido y no pudo regresar con una nueva remesa en cinco días.

Esta vez transportó los enseres necesarios para hacer habitable el lugar; lavadora, nevera y armarios que lograron entrar, no sin un gran esfuerzo, en el estrecho vehículo. Pero al abrir la puerta del apartamento quedó atónito. Nada de lo que había traído en su anterior viaje se hallaba en el lugar. La vivienda había sido desvalijada por manos expertas, pues ni la policía, tras unas concienzudas pesquisas, pudo dar con una huella que diera una explicación lógica a tan insólito suceso. Ni tan siquiera con las suyas. "Parece obra de espíritus", bromeó un agente chismoso.

Ismael, haciendo uso de las enseñanzas paternas, compró una nueva cerradura para la puerta y la sustituyó por la antigua, aún sin estar esta forzada, imaginando que los causantes de la tropelía podían haber sido los anteriores inquilinos al no haberse desprendido del juego de llaves. Tras el ejercicio de bricolaje descargó el furgón, se aseguró de cerrar bien puertas y ventanas, y volvió a su actual piso, donde le aguardaba su cama, para olvidar con un sueño reparador ese bochornoso día.

No supo explicar si fue por culpa de la desaparición acontecida el día anterior en el nuevo piso o por el desafortunado comentario del policía, pero esa noche durmió fatal. Fue atormentado por un sin fin de pesadillas en las que espíritus y fantasmas le despojaban de sus ropas y atravesaban su cuerpo en busca de su alma. Despertó sintiéndose preso bajo una sábana empapada en sudor, con la sensación de que algo malo había sucedido. Se vistió, empaquetó sus últimas pertenencias, agarró a Milú, su gato, y se plantó en menos de media hora bajo el umbral de su nueva morada.

Intentó abrir la puerta, pero el bombín instalado a penas unas horas antes ya no estaba allí. Por suerte, aún mantenía en el llavero el anterior juego de llaves y, tras unos instantes de confusión, se percató de que alguien había vuelto a colocar la anterior cerradura. Al poder hacer girar la llave y entrar en el domicilio descubrió, con gran asombro, que el lugar estaba tan vacío como el primer día.

Ya nada quedaba de sus pertenencias, ni en aquel ni en su anterior piso, a excepción del colchón que trajo consigo en el último viaje y la compañía de Milú. Dejó a los dos en el piso, y se encaminó a comisaría para dar parte del nuevo robo.

Diez minutos más tarde apareció junto con una patrulla policial, abrieron la puerta y esta vez quedó petrificado. Ya no estaba ni su colchón ni su gato, y el piso volvía a estar tan vacío como cada vez que lo visitaba. Pero lo más sorprendente, y que hasta ese momento no se había percatado, fue que volvía a cubrir la estancia la misma capa de polvo que él había limpiado el primer día. Era como si nadie hubiese dejado allí ningún objeto en mucho tiempo.

Los agentes, viendo en el informe que jamás habían existido indicios de haberse producido tal mudanza, se excusaron cordialmente y le advirtieron que, si volvía a molestar, la próxima visita sería la que consiguiera llevarle calabozo. Luego, sin más, se marcharon, dejando a Ismael con una enorme sensación de impotencia y una inconsolable tristeza.

Lo había perdido todo: sus trabajos, sus cuadros, su intimidad; los trofeos y recuerdos de treinta años; y a Milú. Sin ellos no era nada. Su vida se había vaciado, en dos semanas, sin que lo pudiera evitar.

Aún aturdido, cerró las persianas, apagó la luz y se estiró en el mismo lugar donde depositara, a penas una hora antes, su desaparecido colchón. Bajo el silencio de las tinieblas pretendía, necesitaba, sentir la reconfortante presencia de sus enseres. Abrazarlos era lo único que anhelaba su alma. Allí donde ellos estuvieran, sería su hogar.

Por eso no opuso ninguna resistencia cuando aquellos extraños seres  incorpóreos le hicieron levitar y se lo llevaron en volandas. Sólo cerró los ojos y esperó, deseando reencontrar su existencia, su extraviada esencia.

Y el piso volvió a quedar tan vacío como el primer día.



El estrés de una mudanza (micro)

Despertó con la casa derrumbada sobre su cabeza, probablemente por culpa de un enorme meteorito que fue a estrellarse contra ella. Malherido y desorientado, logró despojarse de los cascotes que le oprimían para arrastrarse por el jardín, en busca de un lugar que le resguardara del sol abrasador que tan cruelmente le deshidrataba. Alcanzó lo que a lo lejos parecía una charca, pero que, estando ahora  tan cerca, había resultado ser un lodazal ensombrecido por un arbusto. Aturdido y sin fuerzas, se desplomó entre el barro y perdió el conocimiento. Al anochecer fue despertado por el agradable frescor de la bruma y divisó, entre la maleza, un nuevo hogar donde rehacer su vida. Un estrecho apartamento, de un marcado carácter Mediterráneo, con aroma a salitre y mar. Tras aquella estresante mudanza, anunció a sus amigos que dejaba de llamarse caracol para pasar a ser caracola.


miércoles, 29 de octubre de 2014

El estrés de una mudanza





Jamás he pretendido que este espacio se convierta en un diario personal. Sin embargo, y visto que alguna vez lo he utilizado de esta despresurizadora forma, creo que ha llegado el momento de abrir un nuevo capítulo en la historia reciente de mi vida que, ocasionalmente, comencé a escribir por aquí.
Si no recuerdo mal, lo dejamos cuando aproveché una entrada para comunicar al mundo el feliz hallazgo de un nuevo trabajo tras varios meses en paro. Pero de eso hace ya medio año, así que mi contrato expiró hace unos pocos días. Aunque no me voy a preocupar, al menos de momento, de este hecho consumado, ya que me renovaron por tres meses más.
El cambio más significativo en esta carrera, aparentemente sin fin, que supone la vida, ha sido que hemos logrado vender nuestro duplex. Y, lógicamente, nos tendremos que marchar en pocos días a otro lugar. Será a un piso más pequeño y que está situado en otra localidad, pero lo realmente traumático, farragoso y cansado será la inevitable mudanza que nos espera.
Una mudanza, con el cambio de hábitat que conlleva, es una situación que, según la psiquiatra de mi mujer, supone un alto grado de estrés. Y en parte estoy de acuerdo con ella. Es cierto que vaciar cajones, estanterías y armarios es como derrumbar el castillo donde guardas tu esencia. Rincones íntimos que han servido para acumular trastos capaces de evocar las vivencias de los años transcurridos. Con cada objeto que aparece, la memoria te devuelve un destello de cada pequeño paso que has andado para construir el personal mundo que supone tu hogar; y también, claro está, algunas de las desgracias y alegrías que te curtieron como persona. Meter la mano en esa especie de nichos y, por ejemplo, sacar un álbum de fotos, consigue conectarte con más fantasmas de lo que sería capaz una sesión de diez horas con una Ouija.
Además, a toda esa avalancha de emociones, hemos de sumar el desasosiego de ir a parar a otro barrio donde nadie puede garantizar que nuestra vida siga igual de apacible. Y es precisamente ese cambio hacia lo desconocido lo que más nos asusta.
Pero, ¿por qué he dicho que estoy sólo en parte de acuerdo con el discurso de la psiquiatra? Pues porque, como todo en esta vida, ese grado de incertidumbre depende de las circunstancias y de la forma de ser de cada uno.
Quien conozca algo sobre mi vida sabrá que esta no será mi primera mudanza. Ni la segunda, ni la tercera. De hecho, será la sexta. Y esta circunstancia, quieras que no, me proporciona algo de bagaje con el que afrontarla. Cosa, por otra parte, poco común en una sociedad que normalmente busca estabilidad física y emocional. Y esa es la principal razón de que para mi mujer suponga tan sólo su tercera mudanza.
Doblar en mudanzas a mi esposa hace que me las tome, con respecto a ella, de una forma más sosegada; consciente de que será dura, pero completamente convencido de que, tras un tiempo de adaptación, todo volverá a la normalidad. Y es que, si el ser humano ha logrado dominar el mundo, ha sido por la innata capacidad de adaptarse a cualquier sitio. Y nosotros no vamos a ser menos. O eso espero.

martes, 21 de octubre de 2014

El mejor abrazo del mundo



Tengo el extraño convencimiento de que cada uno de nosotros posee alguna aptitud en la que resulta ser un maestro, un sabio, un erudito o, como diría ese famoso entrenador de fútbol, el puto amo. Lo que ya resulta más difícil es encontrar esa cualidad que desempeñas mejor que nadie y sacarle el máximo partido para poder vivir de ella. Aunque, desde hace una semana, esa posibilidad cada vez la veo más real. Ahora sólo faltaría identificar la mía, claro.
Lo que me ha abierto los ojos ha sido la curiosa visita que se ha producido esta semana en mi pueblo. Cinco días antes de su llegada, ya fuimos avisados del acontecimiento por la prohibición de estacionar vehículos en los aledaños del pabellón olímpico que atesoramos en mi localidad, señal inequívoca de la importancia de esa personalidad. A dos días de su aterrizaje llegó la invasión de furgonetas, caravanas y otra clase artefactos utilizados para trasladarse y pernoctar, venidos de Francia en forma de séquito. Y en la víspera del evento, fui testigo de cómo se descargaban dos camiones de gran tonelaje para montar una infraestructura digna de la celebridad. Todo estaba preparado y dispuesto.
Como persona curiosa que soy, a la vez que despistada, le pregunté a mi mujer el por qué de tanto ajetreo. Y ella me explicó con parsimonia, seguramente por conocer de sobras mi habitual tendencia a no enterarme de nada, que se trataba de la mujer espiritual conocida mundialmente por el apodo de Amma. "Vaya, una mística", le dije. Pero mi mujer, escuchando mi pobre deducción y viendo que no acababa de comprender la magnitud de su obra, me aclaró que esa mujer no sólo era famosa por su discurso de paz y confraternidad, sino también por ir repartiendo su amor por el mundo a base de abrazos. "¡Ah!", dije elocuentemente para dejar zanjado el tema; pero luego pensé: "pues oye, tienen que ser unos abrazos cojonudos".
También me llamó la atención el peculiar aspecto de los seguidores que por allí se congregaban: personas, más bien jóvenes, tapadas con largas túnicas hindúes y sin demasiada afición al aseo personal. Vamos, lo que se viene denominando como Hippies. Pero lo que más me impactó era que estaban todos haciendo cola para recibir su abrazo correspondiente, sin darse cuenta de que, para recibir uno, no tenían más que pedírselo a la persona de al lado, que precisamente estaba allí esperando para recibir y dar esa muestra de afecto. Pero no, todos buscaban los brazos de ella, Amma. El mejor abrazo del mundo.
Y no me sorprende, pues abrazar a desconocidos es, seguramente, un ejercicio que requiere de una destreza fuera de lo común. Primero has de ejercer la presión perfecta para lograr hacerte sentir sin asfixiar a la otra persona. También has de escoger, en décimas de segundo, si pasas los brazos por debajo de los sobacos o por encima de los hombros, siempre calculando la altura del receptor y la tuya propia. Incluso alguna vez he visto a gente muy loca, seguramente amante de los deportes de riesgo, que se atreve a combinar posturas y es capaz pasar un brazo junto a la oreja y otro rozando las costillas. Un día se harán daño. Aunque lo más importante es elegir correctamente en qué lugar de la espalda vas a depositar tus manos para no crear una situación incómoda. Todos sabemos que si acaban en los hombros puedes hacer sentir a esa persona el agobio de una presa, y que si se deslizan más abajo de la cintura puede suponer una connotación sexual poco deseable. Además, ¿qué hacemos con la cabeza? ¿Apoyamos la barbilla en hombro ajeno? ¿Juntamos las mejillas o las mantenemos a una distancia prudencial? Una vez soñé que me abrazaba con una persona y que, al acercar las cabezas, se producía un efecto ventosa entre mi oreja y la suya y nos quedábamos pegados, compartiendo así el cerumen. Fue una pesadilla horrible.
No, por descontado que no es nada fácil dar un buen abrazo.
Además, si eres persona poco dada al contacto físico (como es mi caso), tampoco te hará demasiada gracia prestarte a unos abrazos con cualquiera que te lo proponga, por mucho que resulten ser los mejores del mundo. No sólo se abraza porque sea un gesto placentero, también ha de llevar implícito algo de cariño y complicidad. Vamos, que yo no me dejo palpar ni invadir el espacio vital sin antes tener algún trato con esa persona. Acabaría, más que agradecido, molesto. Así que primero que me presenten a esa tal Amma y, en caso de coincidir con estar realmente interesada en abrazarme y caerme bien, podría ser que llegáramos a ese momento tan violento que supone, al menos para mí, un abrazo con un extraño. O extraña, que tanto da.
Por otra parte, y tras reflexionar un momento, es posible que esa larga cola se formara porque, precisamente esa gente, no tiene con quien compartir un buen abrazo. Y entonces me he sentido un tanto desolado. Pensar que toda esa multitud deambula hacia una señora que les ofrece algo de cariño, porque no tienen dónde encontrarlo, me ha dejado con un pequeño nudo en la garganta.

martes, 7 de octubre de 2014

El caballero más osado



De vez en cuando, seguramente más a menudo de lo que me gustaría admitir, me vienen a la cabeza tonterías que más tarde, si me apetece y tengo tiempo, intento plasmar por escrito. Hasta no hace mucho me las ventilaba en unas pocas líneas, pero últimamente encuentro un extraño placer al perderme en los detalles y en intentar dotar de más personalidad a los personajes, por supuesto, sin obtener grandes resultados. En cualquier caso, sólo aspiro a distraer un rato y a no cansar demasiado a mis pocos y sufridos merodeadores.



El caballero más osado


Pietrus III despertó plácidamente y alargó la mano, como hacía cada mañana, para estirar de la cuerda trenzada y carmesí que colgaba en el lateral de su ornamentada cama real. Las campanillas tintinearon en todas las estancias. Las cocinas, los salones, las caballerizas y, aún con más fuerza, en la habitación contigua al dormitorio. Allí aguardaban varios de los sirvientes, atentos a la señal que exigía al ballet de palacio comenzar a danzar. Todo el mundo debía estar preparado para cumplir los deseos del soberano.

  Al instante, giró el picaporte y apareció la cabeza rasurada de Doryos, el exótico mayordomo real con piel de ébano, siete engarces en cada oreja y pantalones abombados. Ejecutó una insuperable reverencia y dirigió las primeras palabras de la jornada al gobernante del reino.

  ― Buenos días alteza, ¿tostadas y leche?
  ― Desde luego ―contestó el rey con voz pastosa.

El sirviente avanzó hasta situarse sobre el velludo reposapiés en forma de tigre de bengala y destapó, con un sutil tirón de sábanas, el torso maduro de su amo.

  ― Si su alteza no encuentra inconveniente ―añadió Doryos― le acompañará en el refrigerio uno de los consejeros reales, Ser Jodryck Alastor. Al parecer tienen algo urgente que comunicarle.

El rey gruñó algo, concediendo así su aprobación, y agitó levemente el brazo, dando a entender que se podía retirar. Siempre le había agradado escuchar las buenas nuevas tras el desayuno, por lo que adelantar las noticias a su mesa no parecía ser el mejor de los presagios para comenzar un nuevo día.

Asistido por tres sirvientes, se vistió, se acicaló y apareció por el salón principal. Mientras cruzaba el umbral fue presentado por la voz ceremoniosa del maestresala, acompañado por un golpe seco de su báculo en el piso; sonido que transmitía a sus vasallos la imperiosa necesidad de recibirlo en pie. Pietrus paseó por la estancia con aire altivo, imitando las poses que sus antepasados hicieran retratar a su semejanza sobre los talentosos frescos que decoraban el salón. Alcanzó el lado opuesto de la sala y tomó asiento para encabezar la sobremesa. A su lado se dejó caer Ser Jodryck, capitán de la guardia real y comandante mayor de sus ejércitos.

  ― Buenos días estimado ―saludó Pietrus― Podría asegurar, sin temor a equívocos, que si os halláis ante mi presencia no es por el mero placer de degustar estas horrendas hogazas quemadas ―dijo mientras revolvía la fuente con la mano en busca del panecillo menos tostado― Así que, aún a riesgo de parecer grosero, desembuchad.

Cualquier persona que hubiera visto cómo se derrumbaba Ser Jodryck en su asiento estaría de acuerdo en que ese desplome tan sólo podía vaticinar una tragedia. Sin más preámbulos se alzó con decisión, dedicó medio segundo en proferir un desolado suspiro y, seguidamente, sacó fuerzas de su más que probado arrojo para comunicar la nefasta noticia.

  ― Majestad, ha vuelto a suceder... ―dijo con voz abatida.
  ― ¿Ha vuelto a suceder el qué? ―inquirió el rey, llevándose una tostada a la boca.
  ― El dragón, otra vez ha vuelto a atacar. La víctima ha sido Lady Zenwyck. Según todos los testigos, la niña paseaba por los jardines interiores de la fortaleza del condado de Hampsey cuando apareció ese diablo alado y la raptó entre sus garras. Creemos que ha sido devorada, como todas las demás.

Pietrus quedó estupefacto, tan boquiabierto que la tostada escapó de sus fauces y fue a estrellarse boca abajo contra el suelo, escurriéndose la mermelada entre las baldosas. Desde luego que ese no era el mejor modo de encarar un nuevo y próspero día.

Aprovechando la proximidad de Doryos, que trataba de recoger el desaguisado, el monarca inclinó la cabeza hacia su solícito mayordomo y preguntó entre susurros:

  ― ¿Lady Zenwyck? ¿Quién es ella?

El sirviente, dando una lección de aplomo y profesionalidad, se entretuvo más de lo necesario en dejar el suelo impoluto e hizo valer ese lapsus de tiempo para proporcionar, en voz baja y gesto discreto, una aclaración a su amo.

  ― Lady Zenwyck era una de sus hijas bastardas. Aquella que reconoció concebir su majestad, hará casi diez años, con la Duquesa de Zenth.
  ― ¡Ah! Cierto, cierto... ahora recuerdo... ―mintió el rey entre susurros.

De un salto se levantó del asiento, como impulsado por una energía heredada de sus ilustres ancestros. Recompuso una postura solemne y, engolando la voz para enfatizar su cólera, añadió:

  ― ¡Ya está bien!, ¡hasta aquí podíamos llegar! Ocho... o... ¿o eran nueve? ―calculó pensativo―... Bueno, da igual. ¡Ocho hijas mías se ha merendado ya ese maldito dragón! ¿Y vos, Ser Jodryck? ―acusó con el dedo― ¿Que habéis hecho vos al respecto? Yo os lo diré: nada. ¡Absolutamente nada!

El caballero aguantó la reprimenda cabizbajo. Hasta los dioses podían asegurar que esa afirmación no era del todo cierta. Si fueran preguntados podrían relatar cómo había intentado acabar con ese demonio en multitud de ocasiones. Con una lluvia de flechas, impregnando con aceite su cueva e incendiándola, atacando con un batallón, con catapultas; pero nada parecía causar daño a esa sabandija. Sólo quedaba una estratagema por probar, la más arriesgada de todas: el enfrentamiento directo con la bestia. El todo o nada. Si la derrotaba, todos los juglares del reino compondrían canciones en su honor. Pero si fallecía en el intento, pasaría a los escritos como un caballero más que sucumbió ante la mayor amenaza del reino. En cualquier caso, la gloria eterna era bien merecedora de tal riesgo.

― Majestad, sé que os he fallado ―se disculpó Ser Jodryck― Pero dadme una última oportunidad y enmendaré mis errores. Yo mismo me colaré en la guarida de ese engendro y lo degollaré con mis propias manos. Tened por seguro que mañana, al amanecer, vuestro salón será decorado con la cabeza de esa alimaña ensartada en una pica.

El rey respiró hondo y se tranquilizó. No estaba acostumbrado a tales alteraciones matutinas y no le agradaba la idea de dejar en su comandante la imagen de un monarca fuera de sí.

  ― Está bien ―aceptó― Pero esta vez, antes de volver a meter la pata, iremos en busca de los sabios consejos del vidente Morguer. Quiero que me asegure que vos sois el caballero adecuado para una misión tan audaz.
  ― ¿Morguer "El Cerdo"? ―preguntó un sorprendido Ser Jodryck. Nadie en la corte guardaba demasiada consideración por ese calamitoso mago.
  ― Así es ―confirmó el rey.
  ― Pero... Majestad ―intentó replicar el caballero, algo molesto porque alguien tan desastroso tuviera voz sobre ese asunto― He sido el ganador del torneo del Rey durante los últimos cinco años. Vos sabéis que soy imbatible en las justas.
― Sí, si tenéis toda la razón ―admitió el Rey― No debéis preocupaos, tan sólo será una formalidad. Además, hace meses que no visito la Torre del Hechicero y me gustaría saber qué demonios hace ahí ese hombre. En la corte se escuchan habladurías que afirman haberle visto alimentarse únicamente de chocolate y vino; y que sus visiones resultan ser tan intensas que de su portón no cesan de escucharse bramidos y bufidos. No se hable más, ahora mismo iremos a visitarlo. Y vos me acompañareis.

Doryos, diestro conocedor de los deseos de su amo, efectuó tres gráciles palmadas. En menos de un suspiro aparecieron dos fornidos criados con una réplica exacta del trono, convenientemente fabricada en materiales más livianos para poder ser transportado sin dificultad, donde se encaramó el rey. Puede que los demás no tuvieran inconveniente en subir a pie los trescientos cincuenta escalones que albergaba el sombrío torreón, aunque tampoco se iba a molestar en preguntarlo, pero Pietrus no estaba dispuesto a perder el resuello en el intento.

La comitiva formada por Doryos, Ser Jodryck, los sirvientes porteadores del trono y, algo más elevado, su majestad, abandonaron el salón principal y se dirigieron al torreón atravesando el jardín de las orquídeas salvajes. El enclave que separaba las edificaciones era obra de la prodigiosa magia de Morguer; un curioso encargo para conmemorar el nacimiento de Pietrus III. Su padre, Zikaros IV, le mando crear un lugar excepcional, asombroso, jamás visto hasta la fecha. Un rincón donde poder maravillarse. Y a Morguer no se le ocurrió otra cosa que unir en un encantamiento la belleza de las orquídeas, que tanto mimaba su reina, con la fiereza de los lobos, que tanto admiraba su rey. La torpeza del sortilegio no convenció a los monarcas. A la reina le horrorizó encontrar colmillos en sus delicados pétalos, mientras que al rey le pareció una broma de mal gusto tener que aguantar los incesantes aullidos nocturnos de unas plantas bajo su ventana. Desde entonces fue recluido en la Torre del Hechicero. Sólo el joven príncipe Pietrus quedó encantado con el regalo.

Tras su paso escucharon dentelladas propinadas al aire cada vez que una flor detectaba la presencia de carne fresca. Castañeteo que a Pietrus ponía de buen humor, pues le recordaba las horas vividas en su niñez, cuando torturaba a cualquier alimaña que encontrara despistada por el jardín.

Nada más cruzar el foso del torreón iniciaron la ardua ascensión por la enorme escalera de caracol. A los veinte minutos alcanzaron la cúspide, donde se detuvieron a tomar aliento en el descansillo que servía de antesala a los aposentos de Morguer. Desde allí pudieron estremecerse con los horrendos jadeos que resonaban en su interior. Rugidos capaces de ahuyentar al animal más feroz.

  ― Ser Jodryck ―llamó el rey, algo inquieto― Pasad a las estancias del mago y cercioraos de que todo esté en orden. No quisiera aparecer en mal momento ni interrumpir una diatriba de ese hombre con el mismísimo Belcebú.
  ― Como gustéis majestad ―aceptó con orgullo el caballero.

Desenvainó la espada, ladeó el lúgubre portón y, con los cinco sentidos alertados, se dispuso a averiguar qué clase de horrores podía albergar aquel siniestro lugar.

Por lo pronto, de nada le sirvieron los ojos, pues la estancia apenas quedaba iluminada por un rayo de sol mortecino que filtraba una claraboya instalada en lo alto de la cúpula. Insuficiente, a su vez, para iluminar algo más que no fuera el techado. El primer indicio sensorial, si obviamos los insistentes rugidos que continuaban amedrentando sus oídos, le sobrevino gracias a sus fosas nasales. El hedor rancio a vino barato que desprendía el piso puso en alerta al valeroso caballero y tensó su figura, convencido de que tal olor viciado, junto a la viscosidad que se impregnaba a sus pies paso a paso, sólo podía pertenecer a un ser de ultratumba.

Por suerte para el mago, Ser Jodryck tardó algo más de tres segundos en encontrar una posición adecuada desde la que blandir su espada. Tiempo más que suficiente a que sus pupilas dilataran y reconociesen en la penumbra la oronda silueta del vidente, dormido en su butaca y con un charco de babas bajo sus pies. El comandante, haciendo gala de su habitual tacto castrense, propinó un puntapié en la espinilla a la masa sebosa que dormitaba y le anunció la visita de su majestad.

  ― ¡Morguer, despierta! El rey está aquí.

La escandalosa sinfonía de ronquidos cesó al instante, se incorporó con la premura de quien recuerda haber dejado una pócima en el fuego y soltó, en un cajón y como si le quemara en los dedos, los restos fundidos de una tableta de chocolate.

  ― Pasad, pasad ―invitó dirigiéndose a la puerta― Os... Os estaba esperando.

El mago chasqueó los dedos y, por arte de su magia, prendieron las siete antorchas destinadas a iluminar una desastrosa sala donde la mugre y los cachivaches campaban a sus anchas. Entre pequeños saltos se abrió paso Doryos, siempre intentando aterrizar en las escasas baldosas aún por corromper del hediondo suelo; y a escasos tres pasos lo siguió su majestad.

  ― ¡Dioses! ―exclamó el mayordomo, mientras tapaba su boca y nariz con un pañuelo perfumado― Esto es una pocilga. ¿Existe razón alguna por la que deba mantenerse este lugar en semejantes condiciones?
  ― Yo pensaba que el sobrenombre de "El Cerdo" era debido a vuestra oronda figura y achatada nariz -aportó Ser Jodryck al reproche― pero permitidme decíos que empiezo a dudarlo seriamente.

La relación del rey con el mago provenía de su más tierna infancia, profesándole un respeto que lindaba con su enorme admiración. Lo cierto es que nadie conocía la verdadera edad de Morguer, pues su eterna gordura jamás había permitido que las arrugas marcaran su cuerpo ni propiciaran vestigio alguno de su decrepitud. Pero de lo único que podían estar seguros era de que llevaba infinidad de lustros anclado allí, complaciendo a su majestad. Desde que Pietrus albergara conciencia había tenido la posibilidad de verlo siempre que había querido, quedando maravillado ante sus acertijos y trucos en cada una de sus visitas. Por eso mismo no demoró ni un minuto en defender a su apreciado vidente.

  ― Dejad de importunar al mago ―ordenó― Ya explicó en su momento que resultaría imposible pactar con seres malignos si la habitación olía a rosas, ¿no es así?
  ― Envidio la memoria de su majestad ―aduló Morguer, sumando una reverencia a sus palabras.
  ― ¿Podríais deleitarnos con una demostración de vuestros poderes? ―se le antojó al rey― Sólo así conseguiremos acallar las bocas de estos incautos. Seguro que podéis decirnos, sin daos pista alguna, a qué se debe nuestra presencia.

Morguer entrecerró los ojos un par de segundos. Alzó la cabeza, se masajeó las sienes con los pulgares y, tras pronunciar unas onomatopeyas sin sentido, añadió:

  ― Sí... Sí... Ya me llegan. No hay duda, las voces del más allá han hablado: ¡Habéis venido a verme a mí!

La cara del Rey se iluminó con una entusiasta sonrisa.

  ― ¡Lo habéis adivinado! ¿Puede alguien dudar ahora de los poderes de Morguer? ―preguntó a Doryos y Ser Jodryck.

Estos se miraron desconcertados, sin saber qué pensar. Y menos qué responder.

  ― Pero pasad, pasad y sentaos a mi mesa ―intervino el mago con rapidez― Allí podremos tratar mejor los temas que os inquietan.

Un enorme tablero de madera ovalada, coronado con una peana, presidía la estancia. Se acomodaron alrededor, a la vez que su majestad argumentaba el motivo de la visita.

  ― Veréis, como bien sabréis, si hemos decidido venir a vuestro encuentro es con el propósito de preguntaos sobre la conveniencia de mandar a Ser Jodryck a matar al dragón. Aunque lo cierto es que ya lo ha intentado varias veces y nunca ha logrado su cometido ―dijo el rey con un tono puntilloso.
  ― Y no dudéis que esta vez será la definitiva, tenedlo por seguro majestad ―anunció Ser Jodryck, intentando zanjar la polémica.
  ― Eso espero ―replicó el Rey con un hálito de impaciencia― Pero, decidnos mago, ¿es realmente Ser Jodryck el hombre más valeroso del reino? ¿El caballero más osado?

El vidente ladeó el aterciopelado mantel que cubría la mesa y extrajo, de los pies de la misma, una esfera cristalina que fue a depositar sobre la peana.

  ― Pues no esperemos ni un minuto más y preguntémosle a la bola de cristal ―susurró el mago mientras la rodeaba con sus manos― ¡Oh!, bola de cristal... ―comenzó a recitar― Tú, que todo lo sabes... dinos: ¿es Ser Jodryck el hombre más valeroso del reino?

De pronto, la luz de las antorchas se entumecieron, el aire se espesó y las sombras parecieron alargarse de forma inusitada. La oscura magia del hechicero hacía acto de presencia. Manoseó la bola durante un intenso minuto de profunda meditación. Hasta que por fin, ante la mirada impaciente del Rey, se decidió a hablar.

  ― Negro... negrísimo lo veo... la oscuridad más absoluta se cierne sobre nosotros. Jamás hubiera pensado que aconteciera el día en que la bola no quisiera hablar, pero sin duda ha llegado. Ha sido inundada por las tinieblas más espesas -proclamó el mago, con cara de circunstancias.

Doryos, atento siempre a cualquier detalle, se acercó a la oreja de Morguer y le susurró:

  ― Mago, con todo el respeto y sin albergar el más mínimo conocimiento sobre vuestros poderes. Yo probaría, dada mi larga trayectoria en el campo de la pulcritud, a limpiarme de las manos ese chocolate espeso antes de magrear cualquier elemento en el que esperéis ver algo más que no sea la capa de chorretones que estáis esparciendo.
  ― ¡Ops!, disculpad ―aportó Morguer a la apreciación.

Seguidamente salivó durante cinco segundos y profirió tal escupitajo que acabó impregnando de espumarajos la práctica totalidad de la esfera. Pero no le bastó con el riego de babas. También frotó la bola con el antebrazo de su andrajoso jubón hasta despojarla de cualquier resto de cacao que pudiera haber resistido a la improvisada ducha.

  ― Así está mejor ―anunció el mago, ante la duda razonable de todos los presentes― Bien, ¿por dónde íbamos...? ¡Ah!, sí... ¡Oh!, bola mágica... decidnos, ¿quién es el caballero más osado del reino?

Los ojos de Morguer se clavaron en el curvo cristal y centellearon, ahora sí, vislumbrando la respuesta a su pregunta. Parpadeó dos veces, indeciso. Levantó la vista y, con semblante desconcertado, miró a sus acompañantes.

  ― No... No puede ser...

El rey, Ser Jodryck y Doryos cruzaron sus miradas, sin acabar de entender qué sucedía.

  ― No me aparece Ser Jodryck como el caballero más osado ―desveló el mago― Existe otro, un caballero que se halla en la posada de Los Cuatro Robles, a más de quince millas de distancia. Y se llama Dorotheo Walsh, Theo para los amigos.
  ― No puede ser cierto ―protestó Ser Jodryck― Jamás oí hablar de él.
  ― ¿Estáis seguro de vuestra afirmación? ―preguntó el rey a Morguer.
  ― Segurísimo, majestad. La bola de cristal no engaña, es un fiel reflejo de vuestros dominios. No hay duda de que ese tal Theo es el caballero más osado.
  ― Pero... majestad... ―dijo un desconcertado Ser Jodryck― ¿pondréis en manos de ese hombre, de ese desconocido ―remarcó― el futuro de vuestro reino?
  ― ¿Por quién me tomáis? ―contestó el rey, ofendido ante la duda. Aunque no tuvo reparos en añadir― Pero vistas las circunstancias, y constatando que existe un caballero más osado que vos, mañana mismo iréis en su busca y lo reclutaréis para la misión. A ver si entre los dos sois capaces de satisfacer mis deseos.

Y el mandato quedó dispuesto.

Así fue como el capitán de la guardia real, a la vez que comandante de los ejércitos, partió al alba, a lomos de su corcel blanco, con una escolta de seis soldados. Cabalgaron el día entero en dirección Sur, atravesando los peligrosos caminos del Bosque Sombrío y las tierras desoladas de la Ciénaga del Coyote, sin apenas toparse con alma alguna. Y los tres o cuatro peregrinos que divisaron su estandarte hicieron lo posible por evitarlo, pues no tenían más que ver la garra del halcón estampada sobre la sábana para comprender que se cruzaban con el legendario Ser Jodryck, el protegido de su majestad.

Ya anochecía sobre la comarca de Los Cuatro Robles a la arribada del pequeño batallón. Aunque el cielo, aún teñido de carmesí, desprendía el suficiente brillo para que los aldeanos observaran las lustrosas armaduras de los guerreros al galope. Ver la mítica estela de Ser Jodryck había causado un revuelo del todo inesperado en el lugar. Descabalgaron a toda prisa e irrumpieron en la posada, con la misión encomendada fijada en la mente. Tal premura hizo que sus moradores adoptaran un tenso silencio, alertas ante la posibilidad de que fueran en su búsqueda para ser ajusticiados. Pero el caballero, concentrado como estaba en su tarea, ni se inmutó; y fue a la caza de su hombre con determinación.

  ― Yo, Ser Jodryck Alastor de la casa Alastor, reclamo la presencia de Dorotheo Walsh ―exclamó con voz cavernosa― En nombre del Rey, llevadme ante su presencia.
― ¿A Theo? ―contestó quebrando el silencio un incrédulo vejestorio que, tras la barra, servía jarras de hidromiel.
  ― El mismo, ¿está por aquí?
  ― Por favor, acompañadme ―invitó el posadero con un ademán.

Salieron por la puerta trasera del caserón y se dirigieron directamente a los establos.

  ― Lo cierto es que ya debería haber salido a vuestro encuentro ―explicó el dueño de la finca― pero ese chico es tan tímido y reservado que le cuesta un mundo hacer bien su trabajo de mozo de cuadras.

¿Un mozo de cuadras? A Ser Jodryck no le encajaba esa descripción con la de un valeroso caballero. Aunque era posible que ni el mismo Dorotheo supiera de su potencial para la lucha; algo así como un diamante por pulir.

  ― ¿Theo? ―llamó el hospedero― ¿puedes salir, por favor? Aquí hay un hombre molesto porque no has recogido sus monturas. No se lo tenga en cuenta ―comentó al caballero― Es que le dan un poco de miedo los caballos, pero poco a poco lo va superando.

¿Temor a los caballos? ¿El hombre más osado del reino tenía miedo a los caballos? ¿Cómo podría enfrentarse a un dragón si le asustaba la sola presencia de un potranco? Todas esas preguntas abrumaban la mente de Ser Jodryck, hasta que apareció el hombre buscado ante sus ojos y pudo aclarar todas las dudas en el preciso instante en que fue testigo de su aspecto.

Se trataba de un chico corpulento y pesado, con un cabello negro y espeso que le empezaba a brotar prácticamente donde terminaban las cejas. La parte baja del rostro no tenía nada que envidiar a la superior, pues una frondosa barba enraizaba en el pecho y se encaramaba más allá de sus pómulos, dejando tan sólo al descubierto la nariz y los ojos. Aunque, más que nariz, podría jurarse que era un hocico. Y simplemente observando sus antebrazos uno podía deducir la ingente cantidad de pelo que poblaba su cuerpo. Para rematar, estaban esas uñas negras y endurecidas, capaces de desgarrar de un zarpazo la corteza de un abeto.

Sí, ya no cabía duda. Era la persona más parecida a un oso que Ser Jodryck había visto jamás. <<El caballero más osado>>, pensó mientras reprimía unos intensos deseos de estrangular a Morguer.

Ya no existía otra alternativa. Sería él, y sólo él, quien emprendiera la audaz misión de matar al dragón.

lunes, 29 de septiembre de 2014

El zoo de papel



Por todos es de sobras conocida mi gran afición por el cine, la música o la lectura. Cuando no estoy visionando una serie o película, ando juntando letras, palabras, líneas y estrofas para enterarme de qué va un relato. También aprovecho cualquier tarea en casa para que me acompañe alguna de mis melodías favoritas. Parece ser que no tengo bastante con mi vida cotidiana y que necesito sentir más emociones para gozar con plenitud de esta fugaz vida.

Porque eso es, precisamente, lo que le pido a una canción, a una secuencia o a un cuento: que sea capaz de emocionarme. Y con esto quiero decir que da igual si se trata de hacer reír, llorar, pasar miedo o frustrarse, siempre y cuando el mensaje sea honesto y no detecte una, por otra parte inevitable, manipulación de los sentimientos.

También es cierto que las expectativas que uno mismo crea sobre un argumento van en contra del factor sorpresa y acaba resultando más complicado llegar a emocionarse. Por poner un ejemplo, si uno sabe que la película es una comedia, seguramente será más exigente con el ingenio de los diálogos o los gags. En cierto modo, esperar de antemano unas risas, hace que pongamos el listón mucho más alto y seamos más severos al valorarla, al menos en el aspecto cómico.

Sin embargo, ocurre todo lo contrario si, como me ha sucedido a mí, te acercas a una historia fantástica (en sus tres acepciones) y sensible esperando un relato de ciencia-ficción. Pero, claro (y aquí está mi enorme equivocación), ¿por qué un cuento de fantasía/ciencia-ficción no puede hacer llorar? Pues hoy, lo que nunca hubiese esperado, me ha sucedido.

Aquí, solo y de madrugada, me ha dado por comenzar a leer, sin saber lo que me esperaba, un relato corto titulado "El zoo de papel" de Ken Liu. Y me ha costado Dios y ayuda acabar sus últimas frases, porque hasta la fecha jamás había tratado de leer con los ojos desbordantes de lágrimas y peleándome con un moco acuoso y esquivo que trataba de darse a la fuga y que, por mucho que mi nariz lo intentara, no se dejaba aspirar.

Pero ahora ya sí, ya puedo irme a dormir, tras escribir estas líneas que han ayudado a serenarme. Gozoso por haber leído algo tan increíblemente bien escrito y aún emocionado por sus palabras. Seguro que esta noche tengo dulces sueños.

martes, 23 de septiembre de 2014

Música para mis oídos


Si hay algo que tengo muy claro es que todo en esta vida es subjetivo. O sea, una misma cosa puede verse de tantas formas diferentes como sujetos la observen. Y todo dependerá de los gustos, inquietudes o valores de cada uno. Hay un dicho popular que define este hecho: "sobre gustos, no hay nada escrito".

Pero yo, como persona puntillosa que disfruta rizando el rizo, no me contento con esa frase y la adapto a mi manera de ver el mundo para afirmar que "sobre gustos, está todo escrito". Ya veis como hasta un refrán puede entenderse desde diferentes prismas.

Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en que, hoy en día, se maneja una ingente cantidad de opiniones que sobrevuelan internet, revistas, diarios y televisiones, de aquí para allá, criticando y valorando prácticamente todo el ocio audiovisual que engullimos. Podéis llamarme desconfiado, pero siempre he sospechado que la mayoría de ese tráfico está generado por las propias productoras; en principio, con la honorable intención de vender sus artículos. Cuando les interesa pueden llegar a ser realmente pesados con sus campañas mediáticas. Pero no me extraña que bombardeen al respetable con trailers, entrevistas o cualquier otra clase de promoción, pues parece ser que cuanto más nos los restriegan por las narices, más compramos sus productos. A veces tengo la sensación de que cada vez queremos pensar menos en nuestros gustos y nos dejamos llevar por lo primero que nos plantan delante de los ojos.

Aunque, de un tiempo para acá, me he dado cuenta de la progresiva desaparición mediática de los nuevos discos de música que se publican. Es verdad que aún quedan revistas especializadas, pero es ciertamente difícil, quitando a diez o doce intérpretes que ponen más empeño en exhibir su cuerpo serrano que en cantar, saber algo de tus grupos favoritos. ¿Por qué no nos informan cuando lanzan un nuevo álbum al mercado? Muy sencillo, porque ya no se venden discos y, en definitiva, toda esta industria está montada para ganar dinero. No hay negocio, no hay cantantes. Y es lógico, pues nadie con dos dedos de frente va a gastarse un euro en promocionar algo que no va a vender.

Mejor voy a intentar montar un dique que retenga mis divagaciones, porque me estoy desviando del tema y, si me pongo a analizar la industria musical, acabaré alargando más de lo debido esta entrada. Además, tampoco creo que pueda aportar nada nuevo a ese debate.

Volviendo a la frase "sobre gustos, está todo escrito", me di cuenta de que, para acercarla a la realidad, debería escribir algo sobre mis gustos personales, pues no hacerlo es una carencia casi imperdonable que cualquier blogero ha de intentar enmendar si no quiere ser abucheado en este mundillo. O, al menos, esa es mi impresión. Así que escribiré cuatro pinceladas de la música que me reconforta. Esas canciones que consiguen cambiar mi estado de ánimo con tan sólo escuchar sus primeros acordes. Pero, sobre todo, aquella música a la que, pasen los años que pasen, vuelvo sin sentir vergüenza ajena ni la sensación de estar escuchando algo totalmente anacrónico.

Sin embargo, antes que nada, voy a exponer una de mis, seguramente absurdas, teorías sobre cómo escojo el material que guardo en mi discoteca personal. Tengo la delirante convicción de que, por muy paradójico que parezca, rara vez se publica un disco redondo. Y me refiero a que un disco puede albergar tres o cuatro buenas canciones (a lo sumo seis o siete si ha estado muy inspirado el autor/a), pero el resto son melodías que pasarán a la historia sin pena ni gloria. Así que siempre intento hacerme primero con una antología del grupo o artista en cuestión para, más adelante, si realmente me fascina y me quedó con ganas de más, sumergirme en el resto de su obra.

Pero no voy a dilatar más esta entrada  con mis tonterías y pasaremos a lo verdaderamente importante: la música. Para esta ocasión he escogido cuatro discos de tres intérpretes diferentes. Ya sé que no salen las cuentas si presento una antología de cada uno, pero esperad un poco, que todo tiene su explicación.

Primero me gustaría hablar de la maravillosa, increíble y adorable (ya me parezco a José Luís Moreno) Suzanne Vega, y de su disco recopilatorio, como no podía ser de otra manera, Retrospective - The Best Of Suzanne Vega.

Probablemente este sea el álbum que más aprecio de toda mi discoteca. Jamás me harto de escucharlo. Para mí es, sencillamente, perfecto. Escuchar a esta mujer es uno de mis placeres, al menos hasta hoy, secretos. Soy consciente que se trata de una artista eternamente etiquetada como canta-autora, pero yo no tengo ni idea de inglés y, al contrario de lo que me ocurre con Bob Dylan, por poner un ejemplo, soy capaz de disfrutarla como el que más. También es posible que sus canciones no sean todo lo accesibles que cabría esperar para el gran público, y seguramente nunca lo ha buscado, pero si te dejas invadir por sus hipnóticas melodías, su cantar susurrante y su embriagadora personalidad... pues acabarás como yo, siendo un fan incondicional.

Pero como la mejor explicación casi siempre suele ser un ejemplo, y aprovechando que hoy en día tenemos al alcance de la mano herramientas como Youtube, os pondré por aquí unos vídeos para que entendáis mejor mis palabras.


El primero es "Luka", quizá su canción más convencional y, sin duda, la más famosa.




Esta canción se titula "Caramel", no voy a decir que sea una de mis canciones favoritas porque realmente lo son todas en este disco, pero sí que me parece de las más elegantes.



Para ir acabando y no correr el riesgo de ser demasiado pesado, porque si por mí fuera pegaba el disco entero, podéis escuchar, si os apetece, "Penitent". Sencillamente, deliciosa.




Y sin más dilación, pasaré a comentar el disco recopilatorio de Chris Isaak, que lleva inscrito en su cabezera el original título de "Best of Chris Isaak".



Este polifacético artista (tan pronto actúa en películas y series, como compone música, como presenta un programa de televisión) ha logrado captar mi interés por el singular gusto que destilan sus canciones. Yo las definiría como un estilo que juguetea entre el Elvis Presley más rockero y el Roy Orbison más meloso, aunando lo mejor de cada uno. O sea, un sonido muy norteamericano. Sin duda, sus melodías son mucho más afables que las de Suzzane Vega, pero no por ello carecen de un talento similar. También podría destacar su voz, aterciopelada en las baladas y robusta cuando la ocasión lo requiere, que siempre consigue desplegar de forma elegante.



Pero mejor vamos con la selección de canciones para que os podáis hacer una mejor idea. Comenzaremos con la, de sobras conocida, "Wicked game".




Otra que también os puede sonar por haber aparecido en el último film del malogrado Stanley Kubrick, es "Baby did a bad, bad thing".



Y para acabar, porque no me queda más remedio, cierro este repertorio con "Somebody's crying"



Llegados a este punto, os habréis dado cuenta que he hablado sobre dos artistas que, sin ser totalmente desconocidos, no han gozado de demasiada repercusión mediática (al menos en nuestro país). Pero como tengo un criterio camaleónico, ahora me gustaría brindar la ocasión de poder escuchar a una de las bandas de rock más legendarias de la historia: Queen.

He de reconocer que mi aprecio por este grupo no llegó como un flechazo. Para mi descargo, sólo puedo decir que las primeras veces que escuché su música era demasiado pequeño y sus canciones resultaban ser demasiado barrocas para mi comprensión y, más que deleitarme, me abrumaban. Por suerte, con el tiempo maduré mi sensibilidad musical y pude apreciar su calidad sonora. No quiero decir con esto que piense que todo aquel que no le guste Queen sea un ignorante. Creo que ya he dejado claro que cada uno tiene sus gustos y todos son respetables, pero mi reflexión iba más por el camino de que los gustos, igual que las personas con ellos, evolucionan. Bueno, no me lío más y paso a los discos, porque en este caso, dada la larga y exitosa trayectoria del grupo, son dos los que recogen sus mejores canciones: "Greatest Hits I" (1973-1981) y "Greatest Hits II" (1981-1991). 



Es cierto que también llegó a aparecer un tercer disco de antologías llamado "Greatest Hits III", pero creo que sólo es recomendable para seguidores acérrimos del grupo por contener rarezas, colaboraciones y canciones aparecidas en el único disco en solitario de Freddie Mercury.


Su discografía es tan elogiada y divulgada que resultaría casi imposible proponer para vuestros oídos algo que no hayáis escuchado ya. Así que, sencillamente, me guiaré por dos de las canciones (aunque hay muchas más), una de cada disco, que son capaces de alegrarme un día con tan sólo escucharlas: "Don't stop me now" y " I Want It All".






Y aquí termino con esta pesadilla en forma de entrada, sobre todo para el que haya sido capaz de superar la fatiga que supone visionar, o en este caso escuchar, tanto vídeo. Puede que alguno haya disfrutado, puede que alguno se haya interesado, o incluso es muy posible que otros estén detestando esta entrada por no coincidir con sus gustos musicales. En cualquier caso, pensad que mis inclinaciones son volátiles y que en cualquier momento me puedo sentir atraído por las de cualquier otra persona. Sin embargo, con el paso del tiempo, me he dado cuenta de una cosa muy curiosa: puedo incorporar, para mi deleite, los gustos de los demás y no sentir que traiciono a los míos. Esto no sé si es bueno o es malo, pero es lo que hay.