martes, 28 de enero de 2014

El gato que perdió el alma



Las mascotas siempre han sido bien recibidas en casa. Es cierto que mi madre nunca les hizo demasiado caso, pero, resignándose, nos dejaba adoptar cualquier animalillo desvalido que encontráramos por la calle. Así es como hemos llegado a convivir con perros, gatos, periquitos, peces y hasta un pato. Los niños y los animales se llevan muy bien, son unos excelentes compañeros de juegos.

El nombre del gato protagonista de esta historia lo tengo escondido en algún rincón de mi memoria pueril al que soy incapaz de llegar. Y como no me apetece mancillar más su recuerdo con un mote absurdo (ya me parece suficiente deshonra mi olvido repentino), lo denominaré, sencillamente, gato; o algo equivalente.

Lo encontramos una fría mañana de invierno. Una de esas mañanas en las que, si no parpadeas a menudo, se te congela hasta el lagrimal. Tomando el camino que nos llevaba al colegio escuchamos, al atravesar un descampado cercano a nuestra casa, unos lejanos maullidos que aparentemente provenían de un coche abandonado. Al acercarnos al siniestrado vehículo, conseguimos agudizar el oído para poder localizar al gatito sobre una de las ruedas delanteras. Débil, hambriento y cubierto de grasa, parecía que sólo le quedaban fuerzas para maullar al viento su desesperada situación. Mi hermana y yo, sensibles como éramos a las desgracias ajenas, convencimos a nuestra consentidora madre para agarrar al minino y desandar unos centenares de metros, lo justo hasta alcanzarle abrigo bajo el techo de nuestro piso. Desde entonces formaría parte de nuestra familia.

Gracias a un amor incondicional por los animales he tenido el gran privilegio de gozar con la compañía de numerosos gatos, la gran mayoría de ellos callejeros, y puedo asegurar que todos y cada uno han demostrado poseer un carácter bien diferenciado. Este gato en cuestión resultaba ser, a ratos, tan dócil como salvaje; pero relataré, como ejemplo, alguna de sus proezas.

Nos deleitaba con un instinto cazador excelente, pensareis que, por otro lado, normal en cualquier felino de su especie. Pero lo extraordinario de su comportamiento consistía en que le daba igual el tamaño de su pieza, por muy amenazante que pareciese. Esto nos incluía a nosotros, sus amos, con lo que nadie andaba a salvo cuando era poseído por los arrebatos de su juguetón impulso. Recuerdo como acechaba cuando la manada (o sea, nosotros) pacía mansamente (alelados, mirando el televisor) en su hábitat natural (estirados en el colchón-sofá). Únicamente si uno estaba muy alerta podía disfrutar de su sigiloso avance: primero veías asomar su cabeza entre el marco del pasillo y la cortina de macramé; en un pestañeo ya estaba situado a menos de un metro, tras la máquina de coser, a la espera de su oportunidad; y, cuando menos te lo esperabas, notabas sus fauces desgarrando tu despreocupado pie. El despiadado ataque nunca se prolongaba más de dos segundos; no dejando, así, margen a una posible represalia. Ya os hablé de su insensatez y osadía, pero nunca dije que fuera gilipollas.

En otras ocasiones se comportaba de forma tan apacible que mi hermana lo paseaba como si se tratara de un perro, literalmente. Se agenciaba un hilo de nylon, de los enseres de pesca de mi padre, y se lo ataba al cuello para simular un collar y una correa. Recuerdo el día en que este juego en concreto propició, por culpa de la inconsciencia de mi hermana, que el gato flirteara con la muerte. Se le ocurrió subirlo a la tabla de planchar y atarlo al soporte mientras ella se ausentaba un momento. El gato, indiferente a las consecuencias que puede acarrear tener el gaznate rodeado por una soga de medio metro, saltó al suelo. Tuvo suerte de que yo apareciera por allí, casualmente, para salvarle la vida, porque ya empezaba a asomarle la lengua por el costado de la boca mientras se columpiaba del cuello de una forma un tanto preocupante.

Dicen que los gatos tienen siete vidas; puedo asegurar que ese día perdió, al menos, la mitad de una.

Esta clase de accidentes son los que hacen sospechar del infortunio que acompañaba a nuestro querido gato. Pero esto lo pienso ahora que ya conozco el desenlace de esta historia, claro. Todo sucedió una tarde lluviosa de primavera, como en cualquier relato dramático del montón. Aunque, en esta ocasión, que lloviera no es un recurso narrativo que utilice para enfatizar una tragedia, sino causa directa del desafortunado incidente. Mi madre andaba por la cocina, imagino que preparando la cena, cuando, vete tú a saber por qué, se le ocurrió abrir la ventana que da al patio interior del edificio. Nuestro gato, que resultaba ser tan valiente como curioso, saltó al alféizar de la ventana, como en tantas otras ocasiones, con la particularidad de encontrarse éste mojado. El resbalón, la caída libre y la consecuente estampada fue inevitable.

Mi madre, al oír el tremendo trompazo, se asomó al respiradero y contempló, con consternación, a nuestro gato, inmóvil sobre el techado del patio y aparentemente fallecido. Aún afectada, cogió el ascensor y bajó las ocho plantas que separaban nuestra casa del suelo para recoger el cuerpo de nuestra mascota. Al llegar abajo se dio cuenta que no podría alcanzarlo desde el suelo, así que subió al primer piso y llamó a una puerta para que le dejaran pasar por el tragaluz. Una vez inspeccionado el maltrecho animal, se sorprendió al ver que aún respiraba (a pesar de sangrar por nariz, boca y orejas) y lo subió a casa para procurarle atención.

Todavía recuerdo la incesante llorera al ver nuestro gato despachurrado y con dificultades para respirar.

Como nadie esperaba que sobreviviera, lo dejamos descansando sobre una manta y esperamos, respetuosamente, el momento en que su corazón dejara de latir. Pero ese momento no llegaba, así que nos fuimos a dormir con la certeza de encontrar un cadáver felino al despertar.

No sabemos si fue porque el gato era muy fuerte o por pura suerte de no dañarse algún órgano vital, el caso es que no murió. Al cabo de dos agonizantes días se levantó y, tambaleándose, se acercó al cuenco de agua para saciar su sed. Al día siguiente fue capaz incluso de llevarse algo de comida a la boca. Y así, día tras día, fue recobrando fuerzas. Pero el alma de ese vivaracho gato, que tantas hazañas lograba, jamás consiguió regresar.

Es muy posible que la explicación fuera tan sencilla como que le quedaron secuelas neurológicas tras el accidente, pero no se me iba de la cabeza la altura de la que cayó al vacío. Se precipitó desde un octavo; pero el techo del patio hizo que el vuelo resultara ser, finalmente, desde un séptimo. Y la tan manida frase de que los gatos atesoran siete vidas, empezó a cobrar sentido para mí. Siete eran los pisos de altura, uno por vida.

Desde entonces el gato pasó a ser un fantasma. Un animal sin motivaciones que sólo vivía para comer, cagar y dormir. Ya no cazaba, no sentía curiosidad por nada y, si alguna vez se nos ocurría intentar jugar con él, no reaccionaba. Puede que ni tan sólo nos reconociera; aunque parecía ausente, como si no estuviera en este mundo.

Cuando lo encontramos razonablemente repuesto, lo llevamos a la torre de mi abuela para que el aire del campo ayudara en su rehabilitación. Ahora pienso que fue un error. No sabemos si se desorientó o le ocurrió alguna desgracia, pero un día, sin avisar, salió de paseo y nunca más volvió. Allí perdimos a nuestro gato por segunda vez. La primera fue en espíritu; la segunda físicamente. Aunque no descarto que, faltándole vidas de repuesto, se buscara otra familia menos peligrosa donde poder agotar en paz sus contemplativos días; vamos, digo yo.

lunes, 20 de enero de 2014

Un año funesto



El 2013 ha supuesto, sin duda, el peor año de mi vida.

Intentaré enumerar mis desgracias por meses, aunque no sería de extrañar que, por abatimiento, no llegara a acabar la descripción.

En Febrero perdí el trabajo. Sí, tras un mes de Enero infernal donde no llegamos a cobrar el sueldo, la empresa hizo suspensión de pagos y los dueños desaparecieron sin molestarse a dar una explicación. Luchamos por mantener nuestro puesto laboral, pero fue una tarea inútil. Las deudas a la administración resultaron ser tan abultadas que fue el propio gobierno quien embargó y desalojó la fábrica, con la inestimable ayuda de los antidisturbios. Y pensar que un año antes yo mismo deposité, en forma de voto, mi confianza sobre el actual gobierno para que pudieran arreglar el país...

Llegó Marzo y con él las vacaciones de Semana Santa; para mi mujer, claro. Cogió al loro y a las niñas y se marcharon a la casa del pueblo, dejándome sólo en el piso con la abuela, pues la mujer estaba demasiado mayor para un viaje tan largo. Algo de razón tenía. Fue durante la mañana de Domingo de Resurrección cuando, irónicamente, la encontré fallecida en su mecedora. Al llegar mi mujer no tuvo reparos en echarme en cara que era incapaz de cuidar de una anciana y no me volvió a dirigir una palabra amable en dos meses. Suerte que era mi madre y no la suya, sino no quiero ni imaginar lo que el rencor le hubiera llevado a hacerme.

Abril y Mayo fueron una tortura. Las discusiones en casa y los insultos eran el pan de cada día. Hasta que, al finalizar Junio, mi mujer me confesó que tenía un amante. Me suplicó que la perdonara, que iba a dejar la relación con ese hombre y que yo era el amor de su vida (estas eran las palabras amables que mencioné anteriormente). Y así fue. Al menos durante dos meses más. Porque a principios de Septiembre desapareció una mañana con las niñas y se fueron a vivir con el mencionado galán. Sospecho que aprovecharon esas calurosas tardes veraniegas para tramar su futuro, porque a los dos días me llegó una citación del juzgado sobre una demanda por no pagar la pensión de mis hijas.

Octubre y Noviembre los recuerdo como unos meses en los que me sentí deprimido y envuelto en oscuridad. Posiblemente debido a que la compañía de la luz me había cortado el suministro por impago y que el maldito loro, al no tener más humanos a los que dirigirse, no hacía más que amedrentar mi moral cada dos minutos con insultos que las niñas le habían enseñado.

Pero, al menos durante Diciembre, pude dormir caliente. En el albergue de acogida me recibieron muy bien. Y, tras el desahucio, me pareció un buen sitio donde poder planificar mi vida. Mi mayor preocupación era encontrar un trabajo para pagar la pensión a mi mujer y, con lo que sobrara, vivir lo más dignamente posible.

Con esa esperanza me llegó el 2014.

Y, que queréis que os diga, parece que se presenta mucho mejor, porque me han quitado un peso enorme de encima. Atesoro la suficiente cantidad de dinero para no volver a preocuparme de mi situación económica en la vida; y mis hijas tendrán un buen pellizco en breve. ¿Que cómo lo hice? Pues muy fácil, visité al médico.

Allí me diagnosticaron una cáncer que acabará conmigo en menos de un mes y mi mujer podrá cobrar una buena cantidad del seguro de vida. Y lo cierto es que, para veinte días, aún me llega el sustento.

martes, 14 de enero de 2014

La última mascota



Si hay una sociedad casi tan odiosa y excluyente en sus conversaciones como la de ser padres (esta resulta, sin duda alguna, insuperable), es la de poseer mascotas que necesitan ser paseadas. Y tengo la desgracia de estar involucrado en ella. Porque, debido a mi lacónico carácter, no me hace demasiada gracia mantener relaciones públicas con sus integrantes. No llegáis a ser conscientes de la envidia que me despertáis los propietarios de esos animales que no precisan salir a la calle.

Y todos sabemos a lo que me refiero. No hay que ser muy observador para darse cuenta de que todos los amos/as que pasean por el barrio con su perro, son arrastrados por una fuerza invisible a entablar, entre ellos, conversaciones sobre sus canes. Bueno, fuerza invisible o llamémosle perros que, al tirar de la correa para llegar a oler sus respectivos traseros, logran juntar a las personas más variopintas. Muchas veces tengo serios problemas, viendo las sacudidas a la que son sometidos los propietarios, para distinguir quién pasea a quién.

Si nunca habéis pertenecido a esta secta, podéis llegar a pensar que se cuchichean consignas secretas cada vez que comparten comentarios. Tranquilos, no es así. Tan sólo intercambian información sobre veterinarios, peluqueros caninos o carantoñas que sus perros son capaces de ejecutar por una galleta.

Una vez superadas estas nimiedades, hay un tema importante que suele tratarse cuando uno ya coge algo más de confianza con una de estas personas: la muerte de su mascota. Sí, sé lo que estáis pensando; que quién me mandaría a mí coger confianza con estos locos necrófilos. Pero, oye, que a mí me ha parecido muy interesante el debate (con lo que demuestro que yo tampoco ando demasiado cuerdo). Porque un animal de compañía, dejando de lado a loros y tortugas centenarias, no suele sobrevivir a su amo. Y aquí es donde, una vez más, despliego uno de mis trabajos insustanciales.

Tras un concienzudo estudio, que consta de cuatro entrevistas mal contadas a familiares y gente del vecindario, he llegado a la conclusión de que, tras unos necesarios días de duelo, hay dos formas de afrontar el siguiente paso a esa fatídica pérdida. Puede que haya muchas más, pero uno da para lo que da. Por un lado están los que no piensan en adoptar un nuevo compañero y, por contra, los que aseguran que convivirán con otro animal una vez fallezca el actual.

Los del segundo grupo tienen unas claras intenciones continuistas. Han disfrutado de su mascota durante los años que han podido y no dudan en repetir la experiencia. Pero a los del primer grupo he tenido que clasificarlos en dos apartados: Los que, hartos de las obligaciones y responsabilidades que demandan estos bichos, prefieren vivir sin su compañía para ganar en libertad. Y los que, por no pasar el mal trago de su marcha, rechazan los años de cariño, lealtad y compañerismo que su mascota les puede proporcionar.

Y, meditando los motivos de este último grupo, aquí es cuando yo me hago unas preguntas metafísicas sobre nuestra existencia. ¿A qué hemos venido a este mundo? ¿A procurar disfrutar cuanto se pueda, o a intentar evitarnos el mayor sufrimiento posible? Creo que ahí está la elección del pensamiento para llevar la vida hacia una corriente participativa (sumar vivencias) o hacia otra pusilánime (restar infortunios). Y, ojo, no digo que una alternativa sea mejor que la otra, todo dependerá del espíritu de cada uno.

Pero, para mi sorpresa, podemos encontrarnos diferentes visiones de una misma mascota en el seno de una familia. Como por ejemplo, el matrimonio con el que charlé el otro día. La mujer defendía la postura de que la perra había sufrido mucho durante su vida (enfermedades, accidentes, etc) y, por consecuencia, ella también. Y ya no quería ni imaginarse el dolor que le provocaría su muerte. Por otro lado, el marido, entendía que su mascota había gozado de una vida feliz y placentera, y que ese mismo sufrimiento, al que aducía su esposa, había sido el común en la vida de cualquier animal.

Mientras escuchaba sus distintas versiones me quedé mirando el citado animal para averiguar la vida que había llevado y, sinceramente, no detecté gemidos o movimientos renqueantes que dieran la razón a la mujer. Por otro lado, la perra estaba bastante fondona, con lo que deduje que tampoco la paseaban todo lo que hubiese deseado. Y el animal tampoco me hizo ningún gesto significativo para dar veracidad a las palabras del hombre. Así que concluí con que la mascota, seguramente, habría intentado vivir lo mejor posible y punto.

Entonces, fui invadido por uno de esos pensamientos fugaces, que uno no acierta a calificar de obtuso o lúcido, y me di cuenta de que daba igual la vida que realmente tuviera el bicho. Primero porque el animal, lógicamente, no podía hablar para expresar su parecer, pero esto también sucede si nosotros morimos (ouijas a parte, claro) y alguien describe nuestra vida. Y la pregunta que me hice fue: ¿somos como somos, o somos como nos ven?. Todos seremos juzgados y valorados por los ojos de quienes nos observen, transitando felices, desgraciados o apáticos por supuestas vidas, en función del espíritu de esos ojos.

martes, 7 de enero de 2014

Musa esquiva




Margarita abrió la pesada puerta del despacho, entregó unos papeles a su jefe y, tras volver por donde había venido, llamó al siguiente paciente.

 - Buenas tardes, Doctor.
 - Pase, pase, acomódese en el diván -dijo el Doctor mientras archivaba el caso del paciente anterior.

El hombre colgó la chaqueta en el perchero, se descalzó y se tumbó de costado, igual que lo haría un noble endiosado de la antigua Roma.

 - Bien, pues usted dirá señor... ¿Vilches? -dijo el psiquiatra ojeando el informe.
 - Vilchez, con zeta -apuntó el paciente.
 - Muy bien, señor Vilchez -corrigió en la cabecera de la hoja- Dígame, ¿qué le ha traído por aquí?
 - Verá Doctor, ¿puedo hablarle en confianza?
 - Sí, claro. Para eso me paga.

Tras unos segundos de indecisión inspiró hondo y, fijando la mirada en el psiquiatra, continuó la charla.

 - Se lo diré sin rodeos. Veo musas. Y una me ha conducido hasta su consulta para luego desaparecer. Así, que es usted quien me lo tiene que explicar.

El Doctor se estremeció en su butaca, aunque no iba a dejarse intimidar. Veinte años tratando con desequilibrados le daban el suficiente bagaje como para controlar la situación. O, al menos, dar esa impresión.

 - Tranquilícese, haremos lo que podamos -contestó, esquivando el empuje con una frase de manual- ¿Hace mucho que ve a esa clase de seres? Musas, ¿verdad?
 - Sí, sí, musas. Lo cierto es que siempre he notado su presencia, desde bien niño. Pero lo que se dice verlas, así con los ojos, sólo desde que abandoné el gremio de la hostelería para dedicarme a ejercer de artista. Centrar mi trabajo en restauración limitaba mi talento.
 - ¡Ah! ¿Y en qué trabaja? ¿Pinta? ¿Actúa?

El hombre se incorporó hasta sentarse, frunció el ceño, abrió con fuerza los ojos y, alzando la voz, contestó.

 - ¡No me escucha Doctor, se lo acabo de explicar! ¿Acaso he insinuado que se dedique únicamente a tratar depresiones? Seguro que hay diferentes dolencias con las que usted pueda lidiar. ¿No es así?
 - Así es -contestó el desconcertado psiquiatra.
 - Pues no me subestime. Un artista crea arte. Belleza, miedo, humor, y en el campo que haga falta. Es, en definitiva, un hacedor de sentimientos. Etiquetarme de pintor es como poner diques en alta mar. Mis poros supuran tantas gotas de creatividad que su oleaje desbordaría cualquier barrera que los intentara frenar.

Por un momento se vio tentado a aplaudir. Pero no quería crear un malentendido que pudiese alterar más al paciente. Así que intentó retomar la conversación con algo de condescendencia.

 - Perdone si le he ofendido, pero piense que no suelo tratar con artistas. Estábamos con las musas. ¿Dónde las suele ver?
 - Por todas partes. Se posan en un objeto, subrayan unos libros o revistas, amplifican el sonido de algún debate. Son capaces de cualquier cosa para llamar mi atención. Y siempre revolotean por ahí, nerviosas, como si lo que señalasen fuese lo más interesante del mundo.
 - ¿Y dice que revolotean? ¿Qué aspecto tienen?

El hombre se paró cinco segundos a pensar.

 - ¿Ha visto Hook? La película que rodó Spielberg sobre el cuento de Peter Pan.
 - Sí, sí. La recuerdo -dijo el Doctor, siguiéndole la corriente.
 - ¿Recuerda el papel de Julia Roberts?
 - Vaya, pues ahora no caigo. ¿Está seguro que Julia Roberts participó en ese film?

Vilchez se levantó alterado.

 - Perdóneme Doctor, pero una cosa es que no sepa distinguir a un artista delante de sus narices, y otra muy distinta es que no aprecie su trabajo. ¡Campanilla!
 - ¡Ah! Sí, sí, ahora recuerdo. Pero siéntese, por favor.

El paciente tomó asiento de forma sumisa. Aunque no dejó de preocuparle, al Doctor, que esos arrebatos fueran más frecuentes de lo esperado.

 - Entonces, ¿vuelan como avispas?
 - Sí, algo así -contestó el paciente, ya más calmado- zumban como ellas para llamar la atención, pero no son todas iguales.
 - ¿No? ¿Y en qué se diferencian?
 - Escuche -dijo, desplazando el trasero hasta el borde del diván- No son todas buenas ni actúan igual. Unas las verá posadas sobre un objeto con una clara intención para usted, aunque, a cualquier otra persona que sienta su presencia, puede inspirar de forma totalmente diferente. Otras sólo están ahí, como maniquíes, y cuando te acercas te das cuenta de que no tienen vida, porque no todo vale y te pueden engañar. La que he seguido esta tarde, por ejemplo. Me ha llevado hasta su consulta y ha desaparecido cuando me encontraba en la sala de espera.
 - ¿Desaparecido? ¿Cómo? - dijo con curiosidad el psiquiatra.
 - Revoloteaba frente al escritorio de su secretaria, pero, como atraída por un encantamiento, se ha dirigido hacia aquí y ha atravesado su puerta.
 - Entonces... ¿Anda por...?, digo... ¿Vuela por aquí? - preguntó, incrédulo, el Doctor.
 - No, ya no la veo -dijo un Vilchez abatido- Pero ha de haber una buena razón para que yo acabara aquí. Era una buena musa; créame, las reconozco al instante.

Vilchez se levantó, esta vez lentamente, y se acercó a la ventana para posar una melancólica mirada sobre los viandantes de la abarrotada calle peatonal.

 - Entre nosotros, los artistas, he sido distinguido con el premio al mejor cazador de musas del estado. Ninguno, en nuestra comunidad, distingue mejor que yo una buena musa.
 - En su comunidad... - se dictó en voz baja el Doctor.

Mientras escribía esas palabras en el informe, no dejó de fantasear con la cantidad de pacientes que pasarían a engrosar su cartera si pudiese contactar con todos esos artistas. El cosquilleo fue tan intenso que no tuvo reparos en comunicárselo a Vilchez.

 - Mire, creo detectar su problema. Pero se me ha ocurrido que quizá usted podría hablarles de mí a sus colegas.

El paciente se giró hacia el Doctor, llevó la mano al mentón y rascó su barba de seis días.

 - ¿Se le ha ocurrido... -dijo un pensativo Vilchez- así, de sopetón?
 - Bueno, sí. Me ha venido un pálpito y quizá podría ayudarles, tenga -dijo ofreciéndole un taco de tarjetas- Si le interesa a alguno de sus amigos sólo tienen que llamar y pedir hora.
 - ¡Maldita hada manipuladora! -gritó Vilchez sin venir a cuento- ¡Me ha traído hasta aquí para que usted tuviera la idea! Tan sólo he sido un muñeco en sus diminutas manos.

Volvió la cabeza a la ventana y, sollozando, perdió la vista entre el gentío. El Doctor intentó ser amable con el paciente, ya habría tiempo de corregir su desequilibrio. Pero lo que ahora importaba era que se llevase con él todas esas tarjetas y, por supuesto, una buena impresión de su trabajo.

 - No se preocupe -dijo apoyándole una mano en el hombro- Usted mismo lo ha dicho, las musas están por todas partes. Hombre, le confesaré que me preocupa un poco que sea capaz de verlas, pero eso se puede arreglar con una buena terapia y...

Vilchez ya no le escuchaba. Su compungida mueca cambió a fascinación en dos segundos al ver, sobre un paraguas rojo, una de sus musas.

 - ¿La ve, Doctor? -dijo casi susurrando.

El psiquiatra alargó el cuello y no pudo distinguir más que peatones refugiándose de la lluvia en una tarde de Abril.

 - ¿A qué se refiere? -preguntó.

Pero no pudo acabar la frase antes de que Vilchez saltara el diván, recogiera al vuelo su chaqueta, cayera sobre sus mocasines y cruzara, al trote, la sala de espera con una sonrisa en los labios. Margarita se asustó, pues jamás había visto salir con tanto ánimo a un paciente.