miércoles, 23 de diciembre de 2015

Microrrelato de Navidad

Ya está aquí la navidad. Los pajaritos cantan (villancicos, por supuesto), las nubes se levantan (o eso espero, porque esta noche había una niebla tan espesa que tenido que abrirme paso a golpe de machete) y yo sin un triste cuento que publicar.
Me estoy volviendo un vago. Quiero decir, aún más vago. Pero estas fechas están para procurar ser mejores personas, a ser posible adoptando hábitos relacionados con la bondad. ¿Y hay alguna costumbre mejor que la del reciclaje? Pues seguramente, pero es que esta me viene muy bien para escribir algo. Así que aprovecharé un escrito publicado el año pasado en un blog amigo (LA TERTULIA PEREZOSA) para retorcerlo y darle un giro. Ya lo hice en su momento y me consta que hubo a quien le hizo gracia. Eso sí, desplegando la enorme torpeza que gasto cada vez que intento poner un título, lo he llamado "Milagro bochornoso". Sólo espero no haber estropeado demasiado el original. Que sea leve y ¡feliz navidad!

MILAGRO BOCHORNOSO 
Como cada año, Dios bajó de los cielos para celebrar con sus siervos el día de su nacimiento. Y recorrió aldeas, pueblos y ciudades, en busca de una la familia adecuada a la que ofrecerse, la más devota, siendo esta descubierta en los preliminares de una cena navideña. Bajo rezos silenciosos, suplicaban clemencia por los seres que más han sufrido.
El Creador, conmovido por la escena, quiso recompensar a los creyentes con una muestra de su infinita misericordia, y resucitó al pavo que aguardaba sobre el bufete para ser devorado. Todos los presentes, asombrados, reconocieron en el milagro la gloriosa mano del Señor.
¿Todos?
Todos, no.
El pavo se alzó sobre la bandeja, tan confuso como ruborizado, intentando cubrirse, sin demasiado éxito, muslos y pechugas con sus diminutas alas desplumadas. Una pregunta golpeaba de forma insistente en su cabeza.
<<¿A qué clase de juerga fui a parar en Nochebuena, cuando despierto totalmente desnudo, rodeado de una familia pasmada y con un ramillete de verduras asomando por el culo?>>.


jueves, 3 de diciembre de 2015

No me gusta trabajar


No os lo vais a creer, pero hoy he descubierto que no me gusta trabajar. Yo solo y sin la ayuda de nadie, he conseguido rebatir todos esos profundos (y absurdos) pensamientos que señalaban al trabajo de ejercicio sano, dignificador e identitario. Paparruchas.

¿Que cómo he llegado a esa conclusión?, pues imaginando qué pasaría si, como recomienda prácticamente todo el mundo, consiguiera un trabajo de algo que realmente me gusta hacer. 

Empezaremos por el principio. ¿Qué intereses tengo? ¿A qué me dedico en cuanto consigo un poco de tiempo libre? Pues así, a bote pronto, veo películas, series, leo, escribo y escucho música. También me gustan mucho los video-juegos, aunque actualmente los tengo bastante aparcados. Pero podría valer como afición.

Bien, con este abanico de hobbies, ¿qué trabajo podría desempeñar? Pues, siendo coherentes, el que sea capaz de abarcar a la mayoría de mis aficiones, ¿no? De modo que, sumando mi pasión por las películas, las series y mi incipiente empeño en juntar letras, quizá sería una buena opción la de crítico de cine. Puede que realmente fuese la profesión con la que más disfrutara. Eso, al menos, en teoría, porque llevándola a la práctica no sé yo si acabaría siendo así. 

Para estar seguros, lo primero que debería hacer es analizar, desde mi total ignorancia, el trabajo de un crítico de cine. Pongamos que, como cualquier trabajador común, dispone de más o menos ocho horas para completar su jornada laboral. Si solamente ve películas, a una media de dos horas cada una, podría estar tragándose unas cuatro al día. Pero debemos suponer que necesitará al menos un par de horas para redactar las críticas, así deducimos que ve tres películas diarias y luego escribe sobre ellas. No parece gran cosa. Eso, si me pongo, lo puedo hacer yo en un sábado. 

Pero, ¿dónde están los inconvenientes? El primero que se me ocurre es que no podría escoger las películas a visionar, con la inevitable ingesta de bodrios que conllevaría cumplir dicha misión. De acuerdo que ese riesgo está ahí incluso tratándose de una distracción, siempre al acecho, aún intentando seleccionar cuidadosamente una película. Pero si la empiezo a ver por placer y a los diez minutos me parece un tostón, siempre existe la posibilidad de cambiar de canal o huir de esa sala de cine, cosa que no podría (o al menos no debería) hacer si se tratara de un trabajo. Si haces algo por placer y, por contra, acaba resultando una tortura, puedes dejar de hacerlo y ya está. Pero un trabajo requiere dedicación y compromiso (además de poseer las aptitudes adecuadas para desempeñarlo. Aunque creo que eso acabaría llegando con el tiempo), porque si desistes cada vez que algo no te gusta no encontrarás a nadie que pague por tus servicios. Te debes a quien te contrata, así que has de taparte la nariz y tragar con todas aquellas cosas que no son de tu agrado.

Luego está la más que probable saturación. Yo no digo que no disfrutara los primeros días, pero ver películas semana tras semana y mes tras mes, me parece, más que un placer, un fastidio. 

Otro aspecto que deberíamos tener en cuenta es que, si quiero hacer un trabajo decente, debería adquirir algunos conocimientos técnicos de la industria cinematográfica. El nombre de los diferentes planos, la iluminación, el maquillaje, los efectos especiales... Os confesaré algo: me da absolutamente igual cómo se hacen las películas. Es más, jamás me paro a ver los extras de un DVD o Bluray. Sería como averiguar los trucos de un mago y luego ver su función. Entonces ya no estaría viendo magia, sólo engaños, y es muy probable que desapareciera gran parte de todo aquello que me atrae. A nadie le gusta sentirse engañado. 

¿Y, por cierto, a qué dedican el tiempo libre los críticos de cine? ¿A ir al cine? No, no lo creo. Entonces, ¿debería buscarme otra actividad para mis ratos de ocio? Uff, sólo con pensarlo me entra una pereza...

Bueno, mira, probemos otra cosa. Mi mujer ha encontrado trabajo de contable en una empresa creadora de video-juegos y, como curiosidad, me ha comentado que contratan a gente para que los prueben. No parece un mal plan, ¿no? Ocho horas jugando, probando controles y testeando accesorios. Ahora bien, puede ocurrir lo mismo que con las películas. Exacto, que me pongan delante de un juego insufrible o que acabe aborreciendo los saltitos de un personaje que llevo cuarenta horas manejando. Y eso sólo si no contamos con los sonidos machacones y las melodías que acabaré escuchando hasta la extenuidad. Si me gustan, perfecto, pero si no es así ya puedo prepararme mentalmente para que afecten lo menos posible a mi sistema nervioso.

Tras pensarlo detenidamente, no creo que disfrutara más del trabajo por enfocarlo hacia mis aficiones. Pero no porque realmente no me apasionen, sino porque el mayor gozo, mi mayor pasatiempo, sea muy probablemente el no atarme a una obligación, al cumplimiento de un deber o a satisfacer unas expectativas. Sin poder dispersarme a mi libre albedrío jamás podría ser feliz. Y eso es imposible que me lo dé un trabajo que, precisamente, es lo primero que demanda.

Es más, debería estar agradecido por mantener un trabajo tan insulso y que vela para que mis aficiones no me hastíen. Y siempre me quedará el reto de hacer ese trabajo más divertido. Sí, decididamente, lo mejor es un trabajo aburrido.

P.D.
Hay que ver lo que se tiene que inventar uno para no deprimirse con su trabajo de mierda...

lunes, 16 de noviembre de 2015

La emboscada



Hoy, en el trabajo, hemos acabado la faena antes de lo habitual. Este hecho a propiciado que nos dejáramos llevar por una larga y distendida charla mientras esperábamos la hora de plegar. Y hoy, también, ha sido la primera vez, en casi dos años de temas tratados, que entre los compañeros hemos comentado anécdotas de nuestro servicio militar. Yo apenas he contado nada, pues cuando no tengo un teclado delante soy más dado a escuchar que a relatar, pero he recordado que tengo una entrada pendiente sobre este asunto y en cuanto he llegado a casa me he puesto a redactar. No hay como una buena charla entre amigotes para despertar las ganas de escribir.

Antes que nada, por si alguna persona visita por primera vez estos lares y lee esta entrada, diré que este escrito puede ser considerado como la secuela de "El centinela", otro relato publicado por aquí anteriormente y que, junto con este, conforman la sección "batallitas de la mili" que abrí hace no mucho y que es muy posible que acabe finiquitando hoy. Todo dependerá de si Hollywood me compra los derechos de estas dos y demandan una nueva historieta para completar la trilogía. Pero vamos, que lo dudo mucho.

Como introducción, recordaremos brevemente lo ocurrido en "El centinela". 

Durante el transcurso de unas maniobras militares enfocadas a simular una guerra entre dos bandos, me encomendaron una guardia de dos horas durante la madrugada. Al ser sorprendido, digamos que por fuerzas de la naturaleza totalmente ajenas a mí, y encima agravar la situación con mi habitual idiotez, no fui capaz de realizar un simple relevo a la hora convenida, provocando que el sargento se enfadara conmigo y me premiase con dos días de arresto, a cumplir en cuanto regresáramos al cuartel. A partir de aquí retomaré el relato.
No recuerdo si fueron dos, tres o cuatro días más tarde (tampoco pienso que sea demasiado importante) pero, a pesar de mi probada inutilidad para la guerra, fui requerido para una nueva misión. 

Al sargento de la primera batería (recordemos que yo pertenecía a la segunda), quizá herido en su orgullo de militar por haber sido abatido unos días atrás, se le ocurrió organizar una emboscada para dar caza a unos pocos boinas verdes. Hasta la fecha, nuestra única dedicación había sido la de defender posiciones, con el nefasto resultado de no haber provocado ni una sola baja en el bando contrario y, por contra, de haber sufrido un número considerable en el nuestro.

Sin embargo, el sargento Rodríguez (que así se llamaba) no quería debilitar su campamento seleccionando a una decena de hombres y marchando con ellos a las montañas. Pensad que si dejaba desguarnecida a su tropa y volvían a ser derribados no sólo sería considerado el peor sargento del cuartel (que ya lo era), sino que acabaría siendo el hazmerreír de todo el regimiento. Así que echó mano de su camaradería para hablar con mi sargento y le pidió prestados unos cuantos soldados para, junto con algunos de los suyos, forma un escuadrón con el que poder llevar a cabo la emboscada.

Mi sargento, viendo que ya quedaban pocos días para finalizar la contienda y que sus hombres eran de los pocos que no habían sufrido ni un solo ataque, tampoco es que quisiera arriesgar su condición de invicto. Pero como al parecer le unía una fuerte amistad con Rodríguez, le ofreció cinco hombres; los que, a su entender, eran los peores y no servían para nada. Y entre esos cinco estaba yo, por supuesto.

Como comprenderéis, todo esto tan solo son suposiciones mías, porque, como buen repudiado que era, yo andaba haciendo labores de limpieza por el campamento sin tener la más remota idea de lo que se tramaba en el interior de una tienda de sub-oficiales. Hasta que, nada más terminar de comer, apareció mi sargento para comunicarme que había sido seleccionado, de entre todos los voluntarios presentados, para unirme al grupo del sargento Rodríguez que iba a realizar una emboscada. Y, encima, presionándome para que me personara en menos de diez minutos delante de su tienda, equipado con zapapico y poncho mimetizado, si no quería ganarme otros dos días de arresto.

Yo no recordaba haberme presentado voluntario a ninguna misión, pero ese desconcierto que mostraba no tenía ninguna importancia para mi sargento. En aquel mundo castrense donde tan bien se desenvolvía, todos y cada uno de nosotros, por el simple hecho de permanecer a sus órdenes, éramos voluntarios abnegados a cumplir sus deseos. Y uno de sus mayores anhelos era, sin duda, perderme un rato de vista. Además, mi sargento siempre fue un hombre que destilaba una gran coherencia; no paraba de decirme que sólo servía para estar escondido, así que el permanecer oculto y al acecho seguramente le parecería una tarea ideal para mí.

Me presenté puntual junto a la tienda del sargento Rodríguez y un cabo nos hizo aguardar su llegada en formación, pero fue al observar el aspecto de mis compañeros cuando empecé a sospechar que quizá no iba del todo bien pertrechado para la misión. Los dos utensilios que había mencionado mi sargento era lo único que almacenaba mi mochila. En cambio, el resto de soldados iban bien protegidos del frío con chaquetones y bragas, además de llevar una mochila a la espalda por la que asomaba una recauchutada esterilla y un saco de dormir. 

Sin tener la más mínima oportunidad de aclarar mis dudas con el cabo, el sargento Rodríguez ladeó la lona que cubría su tienda e hizo acto de presencia. Saludó al pelotón con un gesto marcial, nos echó una mirada desafiante y con un escueto <<En marcha>> le dio la orden al cabo para emprender la caminata.

Lo cierto es que aquel hombre imponía. En las pocas semanas que llevaba en el cuartel nunca había cruzado palabra con él, pero su aspecto irradiaba una enorme fiereza. Medía más de metro ochenta, podía atravesarte con su severa mirada y a menudo se mesaba una barba que le procuraba un semblante realmente sanguinario. No es que fuera un gran atleta, pero vestía siempre entallado y bajo su ropa se podían adivinar unos brazos poderosos; incluso puede que estuviera algo pasado de kilos, aunque su figura dibujaba una tripa que lo situaba más cerca de la robustez que de la obesidad. Sin duda alguna pertenecía a esa clase de tipos que no querrías importunar bajo ninguna circunstancia.

Nos pasamos gran parte de la tarde ascendiendo por la montaña en completo silencio, pues el ritmo era tan intenso que a nadie se le ocurrió malgastar ni un ápice de aliento en cháchara intranscendente. 

Al llegar a la cumbre, el anochecer ya empezaba a asomar. El sargento Rodríguez, siendo él quien encabezaba el pelotón y la única persona conocedora del lugar idóneo para la emboscada, detuvo la expedición y nos soltó un discurso que recuerdo muy parecido a este:

— Ceñorez —comenzó su alegato con una ridícula voz nasal—, ezte ez el enclave ezcogido para practicar la embozcada. Como ya ez tarde, lo ciguiente que haremoz cerá comer algo. Abran laz lataz y recuperen fuerzaz, porque laz nececitarán. Traz la cena noz diztribuiremoz por el terreno. Que aproveche.

No, no es que se me haya estropeado la tecla "ese". Yo me quedé igual de sorprendido que vosotros cuando escuché hablar por primera vez al sargento Rodríguez y descubrí que no sabía pronunciar esa letra. Y aquella voz de parecía haber aspirado helio... Puedo asegurar que no soy una persona que disfrute burlándose de la forma de hablar de los demás; de hecho, yo vocalizo de pena y pocas veces se me entiende a la primera. Pero lo que no pude evitar es que aquella imagen de fornido guerrero, aquella estampa de fiero vikingo que había amasado en mi cabeza durante días, se desmoronara ante mis ojos con la primera frase.

La cena no fue más que un tentempié, una ración individual de combate (no hay que olvidar que simulábamos estar en guerra) compuesta por una lata de dos calamarcitos en aceite, otra de medio melocotón en almíbar y un paquete con tres o cuatro galletas. Lo justo para matar el hambre. Llegados a este punto, y viendo lo distendida que fue la cena, ya me pude convencer de que la salida que había supuesto de unas horas se iba a convertir en una acampada nocturna. Y yo sin los enseres adecuados.

Una vez recogidos y guardados los desperdicios (no podíamos dejar sobre el terreno evidencias que alertaran al enemigo de nuestro paso), el sargento Rodríguez nos reunió para explicarnos cómo llevaríamos a cabo la emboscada. Lo primero que hizo fue sacar de su mochila la esterilla, desplegarla en el interior de un pequeño badén y poner el saco de dormir encima. Luego se revistió con el poncho mimetizado y se introdujo en el saco, dejando que los faldones del poncho camuflaran por completo el badén donde estaba metido. La intención era que el cuerpo, a excepción de la encapuchada cabeza, quedara sepultado bajo un manto mimetizado. Y lo cierto es que el resultado era muy convincente; no negaré que un tanto ridículo, pues la cabeza parecía una seta surgida del suelo, pero el cuerpo quedaba totalmente oculto.

Tras la demostración, se puso en pie y continuó con las instrucciones.

— Ezta —dijo señalando el badén— cerá mi ubicación. Ahora ce dezperdigarán en torno a ella, guardando una diztancia mínima de cinco metroz, y camuflarán zu cuerpo igual que he hecho yo.

Todos miramos en derredor durante unos segundos. Nos encontrábamos en la cima de la montaña, bajo una espesa arboleda, pero sobre todo en una planicie donde no existían más agujeros que aquel para ocultarse. Alguien, no recuerdo quién, quiso dejar patente este hecho.

— Mi sargento, no hay más badenes donde esconderse.
— Cierto —dijo el sargento, como si no lo supiera ya— Pero zomoz zoldadoz, y zi el terreno no acompaña a nueztro propócito, lo modificamoz. Azí que cojan loz zapapicoz y conztrúyance zu propio badén.

De esta forma empezamos todos, menos por supuesto el sargento, a cavar.

Por suerte veníamos de unos días en los que una fina lluvia nos había acompañado de forma intermitente. Esto propició un suelo algo más blando de lo normal para que no hiciera falta deslomarse a picazos, aunque igualmente fue una tarea cansada que nos llevó un buen rato y sudamos la gota gorda. Pronto empecé a darme cuenta de que cuanto más hondo hacía el badén, más embarrado lo dejaba. A nadie parecía importarle este pequeño detalle, pero no debemos olvidar que mis compañeros portaban en sus mochilas una esterilla y un saco de dormir que les resguardaría de la humedad, y yo no. Mi preocupación crecía por momentos.

Para cuando acabamos el maldito socavón ya era de noche. El sargento Rodríguez organizó unas guardias muy cortas, de tan solo media hora, pues contaba con tantos soldados que no vio necesario castigar a cuatro de nosotros con dos interminables horas de desvelo. Si repartía el tiempo entre los presentes apenas supondría una pequeña molestia para cada uno. Y la verdad es que todos lo agradecimos.

Ahora mismo no recuerdo haber informado al sargento Rodríguez sobre mi escasez de equipo. Creo que no. De todas formas, si llegué a hacerlo le importó un pimiento, porque acabé en una zanja igual de húmeda que la de mis compañeros. Pero sin esterilla ni saco, claro. Como ya me veía retozando en el fango, se me ocurrió fabricar en su interior un lecho natural con la hojarasca esparcida por el suelo. No fue de mucha ayuda, pero al menos me acosté sobre algo más seco y mullido que aquella argamasa de grava y tierra empapada.

Una vez instalados y camuflados en nuestros respectivos agujeros, el sargento aprovechó para darnos las últimas instrucciones.

— Duerman con zuz fucilez ciempre a mano y, zobre todo, no hagan el menor ruido. El éxito de la mición depende de lo cigilozoz que ceamoz, azí que todoz calladitoz. Uzted, Munuera. —dijo mirando a la cabeza del soldado que sobresalía del suelo a su derecha— Uzted cerá quien efectúe la primera guardia. Dé la alarma ci ve acercarce al enemigo y mantenga a la tropa en completo cilencio. No quiero oír ni una mozca, ¿entendido?
— Sí, mi sargento —contestó Munuera.

Y así estuvimos durante unos instantes, envueltos en un silencio apenas quebrado por los tenues crujidos de los ponchos cada vez que nos acomodábamos. Pero he de admitir que al final, una vez colocados todos en la postura idónea, el ambiente quedó embargado de un mutismo perfecto. Parecía que allí no había nadie.

En menos de cinco minutos comencé a tener frío. Hasta al momento, supongo yo que por haber mantenido mis músculos ocupados con el dichoso badén, no había notado la bajada de temperaturas que trajo consigo la noche, pero en cuanto estuve un rato quieto empezaron los escalofríos. Y encima, para colmo de mis males, empezó a calar la humedad a través de mi nido de hojas.

Tumbado boca arriba, en un ambiente cada vez más fresco, con pantalones y camisa mojados por su parte trasera, miré a mis compañeros y no pude evitar echar de menos a mi acogedora tienda de campaña. Allí había dejado abandonado al saco, la esterilla y una manta de repuesto que, de haber sabido que era una acampada nocturna a ras de cielo, con toda seguridad me hubiera traído a la emboscada. Además, la estampa era surrealista. Ya llevaba días con la sensación de no saber que pintaba yo en el ejército, pero pasar una noche en la cumbre de una montaña, metido en un hoyo y rodeado de cabezas brotando del suelo, no hizo más que incrementar mi desazón.

Otra vez, como ocurriera en "El centinela", volvía a invadirme ese más que deshonroso deseo de querer ser abatido por el enemigo. Sería una muerte simulada, eso por descontado, pero no veía otra forma de acabar con la misión para volver al cobijo de mi tienda.

De pronto, empecé a escuchar una respiración fuerte que, poco a poco, subía en intensidad. Intenté observar a mis compañeros para adivinar de quién provenía ese resuello, pero, entre que la noche era cada vez más cerrada y que todos íbamos encapuchados, no fui capaz de distinguir a los que dormían de los que no. En pocos segundos, la respiración pasó de ser un mero soplido a un ronroneo gutural, que, a su vez, fue transformándose en escandalosos ronquidos. 

A pesar de las incomodidades y el frío, al menos había una persona durmiendo a pierna suelta. Por un lado sentí un poco de envidia, pero pronto recordé las últimas instrucciones del sargento Rodríguez y me alegré de no ser yo quien armara semejante follón. No quería seguir sumando jornadas de arresto en mi casillero, pero si Munuera no conseguía atajar esos ronquidos estaba seguro de que a alguien le acabarían cayendo. Lo cierto es que ya llevaba un rato en marcha la sinfonía y el encargado de mantener el orden aún no había intervenido. Eso me extrañó un poco.

— Mi sargento... —se escuchó susurrar a Munuera.

Por fin, ya era hora. Aunque pensé que, antes de dar aviso, podría haber intentado aplacar ese escándalo despertando al fuelle humano. Chivarse directamente al sargento me pareció una enorme falta de compañerismo.

— Mi sargento... —insistió Munuera con algo más de energía.
— ¿Eing...? grrr, ¿eh...? ¿Qué... qué paza? —contestó despertando de golpe y cortando de esta forma todos los ruidos.

¡La madre que lo parió! ¡El autor de los ronquidos era el propio sargento!

— Mi sargento, está usted roncando. —informó Munuera en voz baja.
— ¿Eh...? ¿Ah, zí? ¿Ceguro?
— Sí. Y lo está haciendo demasiado alto —dijo con mucho tacto, por no soltarle que parecía el motor de una Harley al ralentí.
— Ah, bien, bien. Buen trabajo Munuera, procuraré no volver a hacerlo.

Y, acto seguido, volvió el silencio.

Pero, como era de esperar, no pasaron ni dos minutos cuando volvió a la carga con aquellos resoplidos. De verdad que parecía un caballo encabritado. Y luego afloraron de su garganta los mismos ronquidos que tan bien había demostrado interpretar. Aunque esta vez se escucharon un poco más fuerte.

Vale, aquí ya empecé a preocuparme. Es cierto que no me importaba que el enemigo pudiera deducir nuestra posición con los ojos cerrados. Incluso rezaba porque así fuera. Pero me dio por pensar que, al detectar aquellos acompasados mugidos, podría acercarse un oso, o vete a saber tu qué clase de bestia, creyendo escuchar a una hembra en celo. Y no me hubiera hecho ninguna gracia toparme con un bicho de esos sexualmente frustrado, mientras admiraba el huerto de cabezas que una decena de gilipollas habían plantado en el suelo. Llamadme pesimista, pero no era capaz de imaginar un final feliz para aquella situación.

Por suerte, allí estaba el soldado Munuera para impedirlo.
— Mi sargento...—se escuchó susurrar de nuevo a Munuera.— ¡Mi sargento!
— Grrflg, ¡¿eh?!... ¿Qué... Qué paza? —contestó sobresaltado.
— Otra vez, está roncando otra vez —notificó Munuera.
— ¡Oh!, genial, bien —dijo con un deje de ironía— Entoncez cerá mejor que cambie de poztura, ¿no le parece?
— Sí, mi sargento —convino Munuera— También creo que será lo mejor.

Escuché el crujir de su poncho mientras el sargento Rodríguez se retorcía en el badén, a la búsqueda de una posición que evitara esos gruñidos inhumanos. Pero pronto quedó claro que la única postura adecuada para llevar a cabo tal cometido sería colocarse boca abajo, con la cara enterrada un palmo bajo el suelo y, a ser posible, dejando de respirar. Desgraciadamente, no fue la opción escogida por el sargento, así que, tras dos largos suspiros, volvieron los ronquidos. Y con unos decibelios que ni un grito a garganta pelada podrían superar.

— Mi sargento...
— Grrffgl... ¿Qué? —contestó secamente. Al parecer ahora lo había pillado con el sueño más ligero.
— Nada... —dijo Munuera, algo acobardado— Que continúa roncando.
— ¿Eztá ceguro que zoy yo zolo?, porque aquí zomoz muchoz y no veo que dezpierte a nadie máz...
— Sí, mi sargento, le aseguro que es usted el único que pone en peligro la emboscada.
— Vale, de acuerdo. —zanjó el sargento.

Y volvió el silencio. Al menos durante dos minutos.

Los siguientes ronquidos comenzaron sin previo aviso, como si un Tiranosaurio Rex hubiese despertado con un hambre feroz tras pasar los últimos sesenta y cinco millones de años hibernando. Incluso empezaba a dar miedo. Pero un soldado tan obcecado en su tarea como era Munuera, no iba a dejarse amedrentar por una fiera surgida del inframundo.

— Mi sargento... ¡Mi sargento!
— ¡Oztia puta, Munuera! ¡¿Pero quiere dejar ya de tocarme loz cojonez?! ¡Olvídece de mí!, porque le aceguro que como vuelva a dezpertarme le quito el zaco, el poncho, la ropa y lo mando ladera abajo en pelotaz para darme el placer de ver cómo el enemigo lo fucila. ¡¿Entendido?!

Munuera contestó con un escueto <<Sí, mi sargento>> y no volvimos a escucharlo en toda la noche. Ni a él ni al resto de la tropa. Lo que sí oímos fue al sargento Rodríguez roncando sin parar, como si no existiera un mañana. Y puede que no me creáis, pero lo que le dejó hacer Munuera era tan sólo un aperitivo de sus inabarcables facultades para roncar.

Yo por mi parte no pude pegar ojo en toda la noche. El frío que me atenazaba, junto a la insufrible serenata del sargento, se encargaron de que así fuera. Recuerdo un fragmento en especial, allá sobre las cuatro de la madrugada, donde los ronquidos se acompasaron con el eco que ellos mismos producían sobre las montañas para lograr un sonido estereofónico que jamás he vuelto a experimentar. No, al menos, en un ronquido. Casi estuve a punto de considerar al sargento Rodríguez como un verdadero artista en su faceta de roncador.

No negaré que lo pasara mal, pero creo que lo mío no fue para tanto si lo comparamos con el sufrimiento del sargento. Porque aquella noche entendí que pasar frío y escuchar durante horas a una morsa no es equiparable a conciliar el sueño y ser despertado a los dos minutos. Una y otra vez. Esa es la forma más bestia de freír el cerebro a una persona, digna, sin lugar a dudas, de encabezar los mejores manuales chinos sobre torturas.

Podría haber inventado un giro inesperado para acabar con la narración, pero entonces esta entrada dejaría de ser una anécdota para pasar a ser un cuento, así que no lo he hecho. Pero concluiré aclarando que por allí no apareció nadie. Ni enemigos, ni osos, ni ningún científico chalado confundiendo a nuestro sargento con el Yeti. Eso sí, en mi mente quedó grabada la jornada como una de las noches militares más absurdas que he pasado en mi vida. Quizá a la altura de la Noche Vieja en la que me destinaron a cubrir una serie de guardias dentro de la cárcel militar. Otro de los regalitos que me tenía guardado mi estimado sargento. Y eso que estuvo a punto de mandarme cuatro meses a una isla semi desierta, pero no pudo porque...

Uy, me parece que esto es otra historia. Mejor será que la deje para cuando reciba la llamada de Hollywood.

miércoles, 28 de octubre de 2015

La Baldosa Negra

Bueno, pues ya está el primero de los tres cuentos acabado. Lo cierto es que no me convence el resultado. Ni su título ni esa torpeza narrativa con la que lo acabo desarrollando. Quizá he querido abarcar demasiado sin poseer los recursos suficientes para dotarlo de mayor empaque. Eso sí, al menos ha quedado bastante comprensible (o eso espero) y con eso ya casi que me basta. Como siempre, estoy abierto a sugerencias, críticas o insultos, siempre que sean desde el cariño, claro. Y si se os ocurre un título mejor, cosa bastante fácil, no dudéis en proponerlo. Que sea leve.


La Baldosa Negra


        Las leyendas son fuente inagotable de sabiduría. Gracias a que perduran en el tiempo conocemos la existencia de múltiples civilizaciones. Nos muestran su forma de actuar; sus motivaciones, sus necesidades y también sus anhelos. Pero sólo aquellas que han sido traducidas a millones de dialectos, aquellas que han logrado saltar de boca en boca y de galaxia en galaxia, extendiéndose por el cosmos como polvo de estrellas, son las que alcanzan este remoto enclave para formar parte de nuestra antología astrocultural. Y aquí, en Luthor, quinto planeta de un sistema situado a los lindes de la constelación Sforza, nos encanta seleccionar las mejores.

        Esta que os voy a contar es una de ellas. Sucedió en el brazo exterior de una lejana galaxia en forma de espiral denominada Vía Láctea. Concretamente en el único sistema que alberga un planeta dotado de vida llamado Tierra. Un nombre curioso si tenemos en cuenta que dos terceras partes de su corteza está, a primera vista, cubierta de agua. Pero ese es el nombre que le dieron sus moradores y no hay razón alguna para que cuestionemos sus decisiones. No, al menos, en un universo tan libertino como el nuestro. 

        Pero, aún tratándose de un planeta menor y en su mayoría sumergido, existe el suficiente terreno fértil para que una raza de primates prosperara y se hiciera con su control de manera sorprendentemente rápida. Apenas hicieron falta doscientas mil vueltas a su sol para que se les presentara la excepcional circunstancia de poder conocer otros pueblos, otras especies y otros mundos. En definitiva, para dejar de estar solos en este espacio infinito y tener la oportunidad de formar parte de La Confederación Intergaláctica. Y esta ocasión, este desafío, fue brindado a un solo hombre, escogido a partes iguales entre glokis y terrestres, para representar a toda la humanidad. Su nombre era Michel Slide.

        Pero, ¿quién era y qué tenía de especial Michel Slide para recibir tan preciado don?

        Seguramente, para la gran mayoría de sus congéneres sería el típico estudiante norteamericano de veintidós años que pasaría desapercibido bajo cualquier circunstancia. De estatura baja, constitución enclenque y con algún que otro grano de pus desperdigado por su barbilla, mantenía su apocado carácter bajo unos movimientos torpes y una extremada timidez que le impedía incluso cantar bajo la ducha. Sólo preguntando a sus más allegados seríamos capaces de advertir lo que se escondía más allá de su timorata coraza, comprendiendo así las razones por las que fue elegido de entre un amplio catálogo de futuros astrofísicos. Bajo aquellas gafas de pasta se podía vislumbrar la inteligencia, la suspicacia y el afán de conocimientos que le habían llevado a ser el mejor y más abnegado fichaje que la fundación SETI hubiera reclutado en meses. 

        Esta dedicación era conocida por sus orgullosos padres (los cuales no dudaban en presumir de hijo ante los vecinos), su paciente novia (la cual cada día se sentía más desatendida), los tres superiores que coordinaban su jornada laboral y quince glokis que, a doce mil millones de años luz de distancia, venían siendo, desde años inmemorables, los encargados de establecer lazos con todo tipo de civilizaciones. 

        El veinte de marzo de dos mil veintidós, y haciendo gala de su exquisita puntualidad, Michel apareció por el aparcamiento del Observatorio United Country's a las 12: 36 pm, estacionó el vehículo que su padre le prestaba para acudir al trabajo en la plaza 322 (la que le asignaron al comenzar las sesiones de vigía) y, tras atravesar la puerta giratoria y el arco de seguridad, se adentró en el edificio por el pabellón central. A esa hora, el recinto bullía de actividad, pues el que no se dirigía al comedor principal para engullir un refrigerio era porque lo había tomado ya y retornaba a su puesto de trabajo. 

        Michel tenía la costumbre de venir alimentado de casa. Aún así, se detuvo ante la máquina de café y extrajo dos expresos; uno para Molly, a quien sustituiría en unos minutos, y otro para él. Dentro del buen ambiente reinante entre el grupo de vigías, se había implantado el detalle de realizar los relevos ofreciendo siempre un tentempié.

        Con los humeantes vasitos de papel en sus manos, se encaminó hacia la Sala de Contemplación. Tal como se iba cruzando con sus compañeros los fue saludando con un sutil vaivén de cabeza, en completo silencio, hasta que depositó el café sobre la mesa de Molly y se volvió para observar la estancia. Esparcidos por la cámara circular, permanecían los técnicos, los científicos, los investigadores y todo tipo de aparejos, desde sofisticados sensores hasta computadoras de última generación, dispuestos a encontrar respuestas sobre La Baldosa Negra. Y sobre ella, la cúpula de cristal, que se alzaba prácticamente desde los bordes de la estancia y que otorgaba una panorámica inmejorable de un cielo azul primaveral.

        Michel miró su reloj, las 12:57 pm. Apuró su café con un último sorbo y se dirigió al centro de la sala. Se detuvo a escasos centímetros de aquella negrura que se adivinaba en el suelo y respiró hondo. Llevaba diez meses ocupando aquel lugar, siete días a la semana, seis horas al día, y aún sentía un profundo respeto por la anomalía FOC (Fenómeno de Oscuridad Completa). Extrajo la linterna de su bolsillo y la encendió. 

        A la una en punto del mediodía Michel dio un paso al frente y, nada más pisar La Baldosa Negra, desapareció ante la mirada de los presentes.

        En el interior se encontró con Molly, a quien alumbró directamente a la cara con el haz de luz de su linterna, mientras trataba de esquivar sensores repartidos por doquier.

         — Hola, Michel —saludó guiñando los ojos ante el deslumbramiento.
         — ¿Qué tal, Molly? ¿Alguna novedad?
         — Ninguna —contestó mientras se incorporaba de la butaca. Tras ceder su puesto se despidió con una broma recurrente— Que pases buenas noches.

        Y la butaca (apodada como El Trono por todos los integrantes del equipo) quedó ocupada por el vigía Michel Slide.

        Aunque nadie pudiera verlo, en realidad Michel continuaba allí, en la sala. Y de la misma forma que no podía ser visto desde el exterior, cualquiera que se mantuviera sobre la perpendicular de La Baldosa Negra tampoco dispondría de contacto visual con su entorno. Era cierto que no existía impedimento alguno para que las conversaciones se filtraran a un lado y a otro de la oscuridad pero, tras la última reunión, se había acordado mantener el mayor silencio posible en la estancia. Los vigías debían mantener un alto grado de concentración en todo momento y cayeron en la cuenta de que escuchar voces podía suponer una distracción.

        Michel se acomodó en el sillón, apagó la linterna, recostó la nuca en el reposa cabezas y, como había hecho todos los días durante diez meses, fijó su atención sobre la infinita oscuridad celeste.

        A doce mil millones de años luz de la Tierra, en la Base Eripsoidal de Glaksodia, sonó una alerta, casi al instante, destinada únicamente a informar sobre la presencia de Michel en El Trono. Sólo cuando tres de los quince glokis encargados de establecer contacto con otras civilizaciones verificaron que Michel era el homínido plantado en la butaca, se dieron las condiciones necesarias para proceder de inmediato con la operación PARCHE. A continuación, y siendo primero aprobada por el gloki supervisor, una voz sintetizada inició la cuenta atrás. 

         — Thrgg (tres)
         — Dhrgg (dos)
         — Uhrgg (uno)
         — ¡Phrugkla! (¡proyección!)

        Un momento. 

        Siento interrumpir la narración en este punto pero, para llegar a entender mejor lo que ocurrió después, quizá sea necesario hacer un breve repaso de lo que supuso para la humanidad el hallazgo de La Baldosa Negra. 

        Sí, pienso que puede ser de gran ayuda.

        Porque nada de esto habría sucedido si el granjero Elliot Fowley, de cincuenta y dos años de edad, no hubiera decidido salir a pasear, cierta mañana de Mayo, junto a su perra Darcy y los tres cachorros que había parido hacía un mes. No pretendía ser una caminata excesivamente larga, más bien un recorrido por los aledaños de su propiedad para que las crías se hicieran una idea de hasta dónde llegaban los límites que debían custodiar. Pero al que fuera bautizado con el nombre de Flash, quizá por sus continuos temblores en las patas traseras, una tendencia desmesurada a no estarse quieto nunca y un mechón blanco en forma de rayo que le nacía en el pecho, le dio un arrebato de locura transitoria y escapó correteando hacia una zona del monte baldía y aún sin explorar. Elliot Fowley, espoleado por los ladridos frenéticos de una madre que veía alejarse cada vez más a su retoño, corrió unas cincuenta yardas para tratar de recuperar al hijo descarriado. 

        Sin embargo, a escasas zancadas de atraparlo, experimentó una extraña sensación. Por unos instantes, y sin saber cómo, había perdido completamente la visión. Algo parecido a efectuar un largo parpadeo, sólo que no recordaba haber cerrados los ojos en ningún momento de su ajetreada carrera. 

        Una vez preso el perro, volvió tras sus pasos para investigar qué había provocado aquella repentina sensación de total oscuridad. Fue entonces cuando fueron hallados, en el suelo, los dos metros cuadrados de oscuridad que semanas más tarde pasarían a denominarse La Baldosa Negra. 

        Elliot Fowley no supo qué pensar ni mucho menos qué hacer, pues era un hombre sin demasiada iniciativa y con muy poca curiosidad. Así que dio aviso a las autoridades pertinentes y, rápidamente, pusieron la zona bajo cuarentena. Dos días después, con el caso ya en manos del FBI, la granja acordonada y el pueblo más cercano evacuado, tres fornidos Marines (no cabían más), armados hasta los dientes y forrados en trajes NBQ, desaparecieron durante unos minutos de la faz terrestre para abordar aquella oscuridad infinita y relatar su experiencia. 

        La primera toma de contacto les dejó atónitos, pues fue introducir un brazo sobre el área afectada y ver cómo, al instante, desaparecía ante sus narices. Al brazo le siguió una pierna, y así hasta desvanecerse por completo ante la alucinada mirada de sus compañeros. Una vez en el interior no tardaron en percatarse de que no era necesaria una protección tan exhaustiva. Bajo su escafandra no escucharon alarma alguna porque los análisis no desvelaron agentes químicos, biológicos o partículas radioactivas que les pusieran en peligro. Tampoco precisaron disparar sus armas porque allí no había nada. Por fortuna, fueron equipados con dos pequeñas linternas con las que pudieron iluminar el terreno. 

        Al parecer, todo permanecía igual: pisaban la misma tierra y respiraban el mismo aire que se pudiera pisar o respirar fuera. El escenario que se encontraron era, sencillamente, la prolongación del que se hallaba en torno a esos dos metros cuadrados aunque, desde su posición y sin la iluminación de sus linternas, eran incapaces de verlo. Fue al alzar la vista cuando descubrieron el motivo de tan espesa oscuridad. No existía una sola estrella que iluminara el firmamento. Ni tan siquiera el Sol que, de forma tan metódica, resplandecía cada día en aquel planeta. 

        Ante ese hecho inexplicable, una comisión de defensa nacional decidió que el ejército se hiciera cargo del asunto, dejando al General Collins como responsable ante cualquier decisión que se tomara.

        Elliot Fowley pensó que le había tocado la lotería cuando las autoridades le invitaron a abandonar su granja por una más que interesante suma de dinero. Jamás había sentido demasiado apego hacia ella y, por si fuera poco, hacía mucho tiempo que aquellas diez hectáreas de tierra cultivable no daban el beneficio esperado. Por mucho que las regara, las cosechas quedaban mustias. Y los pocos animales, cansados de vivir en un lugar tan desolado, caían en una profunda depresión, muriendo de hambre los más débiles o emigrando hacia otros campos los más jóvenes. La venta de sus tierras daría un vuelco a su vida. Era la oportunidad de tomar un nuevo camino, lejos del malvivir que había significado el duro trabajo de granjero. 

        Estos fueron, más o menos, los argumentos que expuso ante su padre, Richard Fowley, para intentar justificarse. Al anciano ya no le hizo mucha gracia recibir en la residencia, y sin motivo aparente, la repentina visita de su hijo, pero lo que acabó de agriarle el día fueron esas intenciones, largamente sospechadas, de deshacerse de la granja sin tan siquiera consultarle. Lo había tenido en mente desde que se retirara; sólo sería cuestión de tiempo que su hijo acabase malvendiendo aquellos terrenos heredados de tres generaciones.

        En El Reposo del Cowboy todos conocían la estirpe de los Fowley y, para el anciano, vender la granja significaba perder, entre otras cosas, parte de su identidad. Esa identidad que le era tan esquiva por culpa de la demencia, pero que todos, enfermeros y residentes, le recordaban al saludarlo por los pasillos. <<Buenos días, Sr. Fowley. Hoy hace un día estupendo, su hijo debe estar ahora mismo recogiendo mazorcas. ¿Nos regalará alguna para que podamos degustarlas?>>. Esa clase de frases eran las que daban algo de sentido a la errática existencia del anciano.

         — Y lo peor de todo es que, en cuanto te gastes el dinero, ya no te quedará nada —recriminó a su hijo, aprovechando un instante de lucidez— Nada de nada, ni tan siquiera un hogar al que acudir. Ni para ti, ni para tus hijos, ni para los hijos de tus hijos.

        Elliot salió de la residencia cabizbajo. Puede que su padre tuviera parte de razón cuando le soltara aquellas duras palabras. O puede que no. Elliot se tomó tan en serio las advertencias que comenzó a pensar en cómo sacar el mayor jugo de aquella venta. Una cosa estaba clara: ya no tenía ninguna propiedad en su poder. Pero, tras meditarlo largo rato, pudiera ser que aún le perteneciera algo.

        Sí, su historia.

        Así fue como Elliot conmocionó al planeta contando a todo el mundo el tremendo susto que se llevó al descubrir la anomalía FOC y La Baldosa Negra. Ganó mucho dinero vendiendo los derechos de su historia a productoras de Hollywood, ofreciendo su imagen a multitud de firmas comerciales y publicando libros que, algunos con más habilidad que otros, adornaban de emociones el extraño suceso. Ganó tanto dinero que, una vez calmados los ánimos, desapareció para siempre de las televisiones, radios y periódicos, y nunca más se supo de él. Ni de sus hijos. Ni de los hijos de sus hijos. 

        Pero, en contra de lo que muchos hubieran pensado, el gobierno norteamericano quedó encantado ante aquella enorme publicidad. Una multitud de países quiso involucrarse en el hallazgo. De modo que no hubo más remedio que constituir una comisión internacional, con sede en las Naciones Unidas, para sufragar, entre todos, los gastos de la nueva infraestructura y compartir los conocimientos que de allí se extrajeran.

        La granja acabó demolida, y de aquellos campos sembrados ya nada quedó. En su lugar se levantó el observatorio astronómico más grande del planeta. Un complejo de tres pisos de altura coronado con una cúpula central erguida sobre La Baldosa Negra. En torno a ella, siete edificios de dos plantas acogían a los más célebres científicos de todo el mundo dedicados a indagar sobre los misterios de su procedencia, sus características y su presumible utilidad. 

        Cuatro meses de investigaciones, experimentos y debates, sirvieron para llegar a una primera conclusión sobre su procedencia y a dos hipótesis enfocadas a su utilidad. 

        Lo que no admitía discusión era que se encontraban ante una manipulación externa de las Leyes Universales de la Física. Alguien, no se sabía quién, había colocado ahí La Baldosa Negra. 

        Las otras dos teorías, en cambio, oscilaban entre los que pensaban que se trataba de un agujero de gusano que facilitaba los viajes interestelares, y los que creían hallarse ante un lienzo en blanco, aunque en este caso fuera totalmente negro, del que surgiría alguna señal lanzada desde otros mundos. Pero mientras continuaban discutiendo la controversia, las dos vertientes optaron por intentar resolver el dilema colocando sobre La Baldosa Negra sensores de temperatura, de radiación, de rayos infrarrojos, de fotones y unas diez cámaras que enfocaran y grabaran, durante las veinticuatro horas del día, cada ángulo de su interior. Y así se hizo. Al menos durante dos meses.

        Porque aún surgiría una tercera vía de pensamiento. Un influjo poderoso en la toma de decisiones que acabaría siendo clave para el destino de Michael Slide. 

        Desde un país llamado El Vaticano, del que dicen ser tan pequeño como influyente, y estar dedicado por completo a gestionar el alma que la mayoría de humanos cree poseer, llegó un emisario, el cardenal Bertone, para dar un punto de vista religioso a tan extravagante fenómeno.

        Dedicó aproximadamente dos horas en observar desde su exterior La Baldosa Negra. Luego hizo una pausa para comer, echarse una siesta y regresar a las cuatro horas para inspeccionar, ya desde su interior, el fenómeno FOC. Esta vez no transcurrieron más de dos minutos hasta que reapareciera ante la vista de todos, con los ojos abiertos de par en par y visiblemente perturbado. Su siguiente reacción fue demandar una entrevista con quien estuviera al mando. Una vez acomodado en el despacho del General Collins, le comunicó que, ciertamente, estaban ante un hecho inexplicable, y que necesitaría quince días de rezos y meditación antes de formular un veredicto satisfactorio. Al general le pareció un intervalo de tiempo razonable, al fin y al cabo él sólo estaba allí para coordinar los procedimientos a seguir, así que le convocó para dos semanas después y le acompañó al aeropuerto.

        Al día siguiente, el cardenal Bertone se hallaba en una sala privada de El Vaticano, reunido con un representante del judaísmo, otro del islamismo y uno más del hinduísmo , además de su propia representación en nombre del cristianismo. Allí explicó a sus colegas lo que sus ojos vieron, y el relato no hizo sino que remover todos los estamentos religiosos. ¿Y si fuera cierto aquello de que se encontraban a un solo paso de contactar con civilizaciones asentadas en otros planetas? En tal caso, no saldrían bien paradas las santas escrituras de ninguna religión. ¿Acaso había alguna que hablara sobre seres de otros mundos que no fueran los divinos? Al parecer, no. Y si eran capaces de poner en entredicho ese principio básico, ¿cuanto tardarían en desmontar cualquier dogma? 

        No, no podían permitir que tal desastre sucediera. Por esa razón mandaron de vuelta al cardenal Bertone, delegando en él todas sus esperanzas y con una única misión: boicotear cualquier contacto, cualquier señal o cualquier conocimiento que derivase de La Baldosa Negra y que pudiera hacer tambalear la tradicional Fe. Esta reunión fue llamada El Concilio Divino, y se la reconoce como la única alianza forjada en la historia de la Tierra entre las religiones más importantes.

        Catorce días más tarde, ocupando ya Bertone un puesto entre los consultores del Observatorio United Country's, se ideó un nuevo plan de actuación. A los múltiples sensores y equipos de grabación que descansaban sobre La Baldosa Negra, se le uniría en todo momento la presencia de un ser humano. Según el religioso, si Dios había colocado aquella señal tan extraordinaria en la Tierra, y esa era una premisa que nadie podía descartar, sería por y para el hombre, y no estaba dispuesto a aceptar que unos meros chismes fueran los únicos receptores del mensaje enviado por El Creador. ¿Y si Dios quisiera transmitir su palabra sobre uno de sus siervos? Desde luego que con aquellos desalmados aparatos jamás podrían percibir un mensaje específicamente creado para un ser humano. No existía máquina en el mundo capaz de interpretar los designios de Dios.

        Los científicos aceptaron de buena gana la exigencia, pero al esgrimir, a su vez, que existían las mismas probabilidades de entablar una conversación con Dios que con otras civilizaciones, también demandaron que aquellas personas seleccionadas tuvieran estudios astrofísicos avanzados y fueran instruidos en un protocolo de bienvenida diseñado exclusivamente en lenguaje de signos.

        Todo este cúmulo de sugerencias, encargos y requisitos, habían situado a Michael, Molly, Steve y Scarlett en el punto más inusual del planeta a la espera de una señal o una visita. Los sensores se ocuparían de detectar cualquier anomalía sobre La Baldosa Negra, pero ellos serían los encargados de interpretar las intenciones de un dios o de recibir, con pacificadora mímica, a cualquier alienígena que por allí apareciera. 

        La opinión pública, al enterarse del nuevo proceder, no se cansó en señalar el evidente riesgo que corrían aquellas personas apostadas durante seis horas diarias en total oscuridad y expuestas, sin remedio, a la llegada de lo desconocido. Pero todos los asesores permanecieron intransigentes al asegurar que el trato humano era indispensable para el correcto devenir de la misión.

        Cuando Michael entró en el FOC para sustituir a Molly, a las 13:00h del mediodía, pudo ser consciente de la fragilidad que sentía ante aquella infinita oscuridad. Pero era un riesgo que conocía y asumía. Igual que lo hicieran Molly, Steve y Scarlett durante sus turnos.

        Lo que no sabía, lo que ni tan siquiera sospechaba, es que él sería la última persona en descansar sus posaderas sobre El Trono. Pero mejor retomemos el relato en el punto donde lo dejamos. Justo en el momento en que los quince glokis, encargados de establecer contacto con otras civilizaciones, pusieron en marcha la operación PARCHE.

        Michael permanecía recostado en el sofá, sin pestañear, con la vista alzada. Atento, como siempre, a lo que pudiera acontecer. De pronto, frente a él, un tenue destello que iba ganando en intensidad según pasaban los segundos, rasgó la inmensa oscuridad. <<Ya están aquí. Dios. Ellos. Las señales. Lo que sea>>, pensó Michael mientras detenía a tiempo un impulso, tan irracional como humano, de frotarse los ojos con fuerza para poder creer lo que estaba viendo.

        Infinidad de puntos a su alrededor comenzaron a centellear. Michael se irguió, emocionado. Un reguero de estrellas se extendió por la cúpula celeste a la misma velocidad que en su rostro afloraba el asombro. En unos instantes, el firmamento estuvo tan repleto de estrellas que daba la impresión de no quedar sitio para ninguna más. Ese fue el momento en que, de forma inconsciente, Michael comenzó a aplicar sus conocimientos de astronomía sobre el brillante cielo. Y esa imagen fija, observada con minucia por sus dilatadas pupilas, comenzó a resultarle extrañamente familiar. Lo primero que detectó fueron las dieciocho estrellas que, perfectamente alineadas, componían la Osa Mayor. A su derecha, Lince. A sus pies, Leo Minor. Y así hasta reconocer quince constelaciones idénticas a las que se podrían haber divisado sobre cualquier otro cielo situado en el hemisferio norte. Si no llegó a identificar más fue debido a que, sin previo aviso, el Sol prendió y se hizo de día, ocultando el tenue brillo estelar tras el denso azul turquesa de un cielo raso.

        Michael miró en derredor y quedó paralizado. Volvía a estar en la sala que había albergado La Baldosa Negra, sólo que a sus pies el suelo estaba iluminado y se encontraba a plena luz del día. La oscuridad, el fenómeno FOC, había desaparecido. De golpe, el habitual trajín que pasos envolvía la Sala de Contemplación se paralizó. El murmullo de voces dejó paso a un tenso silencio, quebrado sólo por el repiqueteo de las computadoras procesando la información que, ahora sí, llegaba en tropel a los sensores. Todos, informáticos y científicos, compartieron atónitos la misma cara de pasmado que con total seguridad se dibujaba en el semblante de Michel.

         — ¿Qué... qué ha pasado? —preguntó a los que a su vez lo miraban como si se les hubiera aparecido un fantasma— ¿Do... dónde ha ido la oscuridad?

        Nadie supo qué responder. 

        De forma inmediata se activó el protocolo de emergencias. Michel fue conducido a una habitación donde fue interrogado por los asesores, repasando una y otra vez los hechos acontecidos sin encontrar lógica alguna a la desaparición de La Baldosa Negra. 

        Tras cuatro horas de debate, y con la certeza absoluta de dar por finiquitado el fenómeno FOC, el cardenal Bertone se levantó de su silla y se despidió de todos los presentes con la manida frase lapidaria <<los caminos del Señor son inescrutables>>. Luego se dirigió a sus aposentos, recogió sus bártulos y esa misma noche sacó billete para un vuelo con destino a Roma.

        Bertone fue recibido en El Vaticano con todos los honores. Una comitiva le otorgó el título de Santo, aún sin haber fallecido, y fue agasajado con reverencias y vítores mientras daban buena cuenta de una fastuosa cena. 

        Todos se preguntaban qué táctica había seguido el cardenal para poner fin a aquella oscura amenaza de la Fe, pues, sin duda, había dado unos resultados excelentes. Ante la insistencia de su público, Bertone accedió, entre el segundo plato y el postre, a desvelar su estrategia. Contó que la inspiración le llegó leyendo los santos escritos; concretamente el pasaje en que Adan, hallándose en el paraíso con Eva, coge una manzana del árbol prohibido y la muerde. Siempre se había preguntado por qué el primer hombre de la historia había cometido semejante torpeza. Entonces recordó la cita que escuchó en la universidad, donde un profesor de filosofía repitió lo que dijera en una ocasión el gran matemático y filósofo del siglo XVII, Blaise Pascal: <<Todos los problemas de la humanidad proceden de la incapacidad del hombre para estarse quietecito en una habitación, sentado y tranquilo>>. 

        Así que no tuvo más que loar ante el resto de asesores los enormes beneficios que les reportaría situar a una persona dentro de La Baldosa Negra. Una vez dentro, y como se había demostrado, ya se encargaría ella sola de echar por tierra cualquier posibilidad de contacto con diferentes civilizaciones.

        Está claro que nosotros, desde nuestro remoto planeta, no tenemos forma alguna de saber que esa característica humana sea del todo cierta, pero de lo que no albergamos la menor duda es de que esa idea que confiere de ineptitud al ser humano está profundamente arraigada en la mente de todos ellos. Sólo así se explican los hechos que ocurrieron a continuación, porque, como dicen en la Tierra, <<alguien tiene que cargar con el muerto>>. Aunque este no exista.

        Tras el abandono de Bertone quedó un ambiente enrarecido entre los asesores del observatorio. La retirada del religioso daba a entender que todo aquello había sido una señal divina; que Dios castigaba a sus siervos por alguna clase de agravio y que, sin piedad, les privaba de su mensaje. Ningún científico podía pensar que hubieran ofendido a Dios y que por ello les retiraba su confianza. Sin embargo, si eliminaban a Dios de la ecuación y lo sustituían por unos alienígenas, los que realmente podían sentirse molestos por algo debían ser estos últimos. Así que todos se volcaron en averiguar qué era exactamente lo que Michel había cambiado sobre su forma de actuar durante aquellos fatídicos minutos. 

        El vigía fue interpelado una y otra vez, repasando durante días las grabaciones, tanto suyas como de sus compañeros, sin ser capaces de formular una hipótesis. Nadie entendía por qué se había esfumado La Baldosa Negra.

        Aunque dictaminaron no hacer pública su desaparición, un científico chino, obligado a diario a hacer llegar un informe de trabajo a su país, filtró la noticia. Ese fue el instante en el que la cordura dejó paso a la psicosis.

        El primer comunicado en forma de e-mail llegó de China. En él se instaba al gobierno de norte América a mandar de vuelta a oriente a sus doce científicos y a dar una explicación, acompañada de una disculpa, por haber extraviado La Baldosa Negra. Y, por supuesto, también debían devolver las asignaciones económicas que les habían hecho llegar. 

        A todo esto, China se puso en contacto con el embajador de Rusia (un aliado histórico) para recabar cualquier información que les hicieran llegar sus representantes desde el observatorio. Rusia, al no tener ni la más mínima idea de lo que estaban preguntando, se dispuso a hablar con el gobierno cubano. Y así se fueron alertando unos a otros de la noticia hasta estar todo el mundo enterado en apenas unas horas.

        Ante la crisis mundial, se convocó una asamblea extraordinaria en la sede de las Naciones Unidas donde, más que a aclarar sus dudas, se dedicaron a lanzarse acusaciones y a sacar a la palestra viejas rencillas de antaño. 

        Rusia recriminó a Norteamérica el haberse apropiado de La Baldosa Negra y exigió que confesara dónde la había escondido. China reprobó a Rusia su estratagema, acusándoles de haberse compinchado con Norteamérica para frenar su economía. Y así fueron surgiendo incriminaciones, quejas y denuncias que defendían los intereses de cada región. Quizá el reproche más insólito, y el que más repercusión mediática alcanzó, fuera el del presidente de Venezuela, quien no dudó en achacar esa precipitada huída alienígena a la antiestética figura de Michael, el vigía que estuvo presente cuando se esfumó el fenómeno. <<Si hubieran apostado por una de nuestras adorables Misses, en lugar de ese desaliñado esperpento humano, ninguna civilización hubiera dudado en visitarnos>>, se pudo escuchar en un lance de su discurso.

        Lo cierto es que, declaraciones estrambóticas a parte, la volatilización de La Baldosa Negra casi supuso una guerra mundial en el planeta.

        Michael perdió el trabajo como becario y su carrera se fue al traste. Circunstancia que entristeció a sus padres por no poder continuar alardeando de su hijo, alegró a su novia porque parecía que así le prestaría más atención y dejó preocupados a los quince Glokis que, a doce mil millones de años luz de distancia, permanecían encargados de establecer contacto con otras civilizaciones.

        En la Base Eripsoidal de Glaksodia, el gloki al que se le había encomendado la tarea de redactar un informe mensual sobre el progreso de las misiones, golpeó con uno de sus diez tentáculos la puerta que preservaba el despacho de su supervisor. Un sonido gutural que provenía del interior le dio autorización adecuada para pasar. El gloki flotó por la atmósfera hasta situarse junto al ovoide granítico que servía de escritorio a su superior, entregó el dossier diligentemente y se dispuso a abandonar la sala. Pero, justo antes de traspasar el marco divisorio, su mente fue violentada por una punzada de inquietud. Dio media vuelta a su escamoso cuerpo y, entre gorgoteos, relinches y gruñidos, mantuvieron una conversación que vino a significar algo muy parecido a lo que aquí transcribimos.

         — Jefe —dijo el gloki— ¿Cree usted que algún día conseguiremos entablar contacto con esos homínidos?

        El supervisor levantó del informe cinco de sus siete ojos para mirar, algo confuso, a su subordinado.

         — Pues claro —dijo con firmeza— Igual que lo logramos con el resto. ¿Por qué lo dice?
         — No, por nada —respondió con tono desanimado— Es que... no sé, los veo con la mente distraída... puede que un tanto dispersos. Piense que llevamos miles de siglos modificando las imágenes de su universo visible, punteando coordenadas con estrellas, moldeando figuras con nebulosas, lanzando fórmulas matemáticas con púlsares... Tienen todo lo necesario ahí, sobre sus cabezas. Incluso les mandamos, cada setenta y cinco vueltas a su sol, ese cometa tan brillante para provocarles alzar la vista al cielo, ¿lo recuerda?
         — Sí, lo recuerdo —asintió su jefe— Fue una gran idea.
         — Y justo ahora que se interesan por lo que hay más allá de su atmósfera, justo ahora que parecían ponerse de acuerdo para observar con detenimiento las estrellas y desentrañar así todos nuestros mensajes, van y colocan ese gran observatorio bajo la singularidad del único fallo de programación que cometimos; precisamente en el único punto de la Tierra donde toda señal se pierde...
         — Cierto, cierto —interrumpió su jefe— Pero ya fue restaurado. Y, para que no perdieran detalle, ante la atenta mirada de su mejor observador. A partir de ahora es imposible que no vean las señales, ¿verdad?
         — Sí, claro, quedó arreglado con la operación PARCHE... pero, aún así... —dijo mirando al suelo de forma pensativa. De pronto, levantó los siete ojos y los clavó en su superior— Contésteme a una cosa, ¿le pareció suficiente? ¿No cree que puedan requerir algo más de nosotros?

        El supervisor, levitando por el fluido que componía su éter, se aproximó con parsimonia a su colaborador. Estiró uno de sus tentáculos, rozó suavemente la cavidad del cerebro que albergaba su preocupación y, tras proferir una gárgara que para cualquier terrestre se asemejaría a un suspiro, añadió:

         — Paciencia, viejo amigo. Tan sólo paciencia.

        No sabemos si los humanos dejaron de lado disputas familiares, luchas de poder y conflictos centenarios para mirar donde debían mirar. Porque desde entonces, aquí en Luthor, nadie ha vuelto a saber nada de los habitantes de la Tierra. Pero sabemos que las leyendas poseen un proceso de expansión lento y sosegado, mucho más tranquilo que un meteorito cruzando el universo. Por eso no perdemos la esperanza de conocer, algún día, cómo los terrestres formaron parte de La Confederación Intergaláctica. 

        Quién sabe, incluso puede que algún día, con un poco de suerte, nos llegue a visitar un ser humano y podamos escuchar esa historia a través de su voz.