domingo, 25 de enero de 2015

Silencio



Hoy quiero confesar que estoy enamo... Perdón. Ya se me ha vuelto a cruzar la letra de esa famosa copla por la cabeza...

Hoy quiero confesar que cada día veo menos la tele. Yo, que de pequeño estaba tan unido a ella que en mi casa se me consideraba como una extensión más de ese electrodoméstico. Mi abuela llegó a estar del todo convencida que era imposible ver los canales si no me mantenía en contacto con el sintonizador. Incluso podría jurar que fueron mis padres, preocupados como estaban por mí, los que inventaron el mando a distancia para lograr despegarme de ella y así evitar que me quedara ciego. Divina inconsciencia.

Lo cierto es que, una de dos, o me he vuelto extremadamente selectivo con su programación o es que ha bajado mucho la calidad de sus propuestas. Probablemente sea una suma de los dos factores, aunque he de reconocer que aún sigue interesándome algún que otro programa. Eso sí, casi todos pertenecientes a la mejor corporación de radiotelecomunicación que haya existido nunca en este país: TV3. Aunque, bien mirado, tampoco era tan difícil superar al resto.

Ya, ya sé lo que estaréis pensando: otro catalán agilipollado que se deja comer el coco por la cadena autonómica. Pues vais muy equivocados. Bueno, a medias, porque lo de agilipollado es evidente que resulta ser cierto. Pero, más allá de la ideología del canal (que la tiene, como cualquier otro medio), hay una parrilla repleta de programas originales que gozan de una calidad sorprendente. Y hoy, corriendo el riesgo de ser etiquetado como sibarita o snob, voy a hablar de uno que, encima, resulta ser de los menos vistos, y menos mencionado, en Cataluña. Se llama Òpera en texans (Ópera en vaqueros). Y trata de divulgar la música clásica en general y, como su propio nombre indica, la ópera en particular.

Seguro que el sentir general será "¿Un programa que habla de ópera? ¡Vaya tostón!" Pues otra vez iréis errados. Y esta vez del todo, porque su mayor baza no es la materia a tratar, sino su presentador, Ramón Gener; sin olvidar al estupendo equipo de creativos que le arropa en la sombra y le ayuda a transmitir su pasión por este arte. La verdad es que no han despertado en mí una afición oculta por la ópera, más allá de su genial música, ni un arrebato irrefrenable por ir a ver funciones, pero han logrado divertirme viendo la tele, que no es poco. Porque este hombre es un comunicador nato, un entusiasta de su trabajo que sabe contagiar su amor por la ópera como nadie. Y lo hace a base de pedagogía, huyendo de tecnicismos y despojándola de todo prejuicio. Acercando esas partituras, en principio solo para sibaritas, a nuestras orejas, como el que ofrece una golosina al paladar. Su forma de actuar es, a priori, muy sencilla: normalmente desgrana un libreto y nos lo muestra jugando con nuestra percepción e indicándonos dónde, cuando y cómo hay que escuchar. Nos lo pone tan fácil que es imposible no quedar prendados con las obras de arte que nos brinda. Vamos, que este programa es una delicia de media hora que nadie debería perderse.

El otro día, sin ir más lejos, me quedé alucinado con una emisión donde hablaba de los silencios. Postulaba que una de las características que diferencia a la ópera clásica de la contemporánea, son los silencios que se emplean en estas últimas como parte de la partitura. Ramón Gener defendía que los silencios son incómodos, molestos, tensos, y que esa era una de las razones por las que un minuto de silencio jamás se llega a cumplir por completo en un campo de fútbol. Al parecer nos incomoda tanto que no somos capaces de soportarlo.

Como paradigma de la importancia que ha cobrado el silencio en la música actual, también nos descubrió una obra compuesta únicamente por un silencio muy largo. El autor, por no llamarle directamente "el jeta", es John Cage y su obra se titula 4'33, que son precisamente los minutos y segundos de mutismo que la componen. Me pregunto si este hombre cobrará derechos de autor cada vez que cualquier emisora calle durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. Seguro que sí.

Pero lo que más me fascinó es cómo ese silencio, que en realidad no es nada (¿o sería más correcto decir que es la ausencia total de sonido?), puede tener presencia ante nosotros. Y la tiene porque le adjudicamos un lugar concreto. ¿Que dónde está ese lugar? Pues en el tiempo, en esos cuatro minutos y treinta y tres segundos. Y es precisamente gracias a su finitud, que podemos situarlo. Si fuera un silencio infinito no tendría razón de ser. Porque así es cómo concebimos nuestro universo, partiendo siempre desde el espacio y el tiempo. Es decir, todo lo que ocupe un lugar, ya sea en el espacio o en el tiempo (o en los dos conceptos a la vez) será algo tangible, algo determinado; una cosa, una realidad para nosotros.

Muchos os preguntaréis, ¿se le ha ido la olla? Pues seguramente, pero fue debido a que la interesante reflexión de Ramón Gener me hizo pensar. Hizo que cambiara mi punto de vista y me hiciera poner en duda la realidad cotidiana. Y tener la ocasión de disfrutar con un programa que atesora esa capacidad, no tiene precio.

Por cierto, hace unos meses supe de un nuevo proyecto que andaban preparando para TVE, titulado This is Opera y, hasta la fecha, no sé nada de él. ¿Llegará a estrenarse? Pues aún no lo sé. Y es una lástima, porque programas de esta índole, de los que estimulan mi mente, no se dan muy a menudo. Aunque siempre podemos ir a buscar Òpera en texans a la web de TV3

O esperar a que estrenen nueva temporada.

domingo, 11 de enero de 2015

Negocio al alza



Es muy probable que no me recuerden, pero yo fui el accionista mayor de Betamax y, más tarde, uno de los cofundadores del Laser-Disc y Mini-Disc; aunque ya he dejado a un lado la tecnología, a pesar de las insistentes llamadas que recibo para formar parte de ese monopolio sin sentido que son las pantallas táctiles. En fin, ellos sabrán. Aunque ya les he advertido que se van a pegar una hostia morrocotuda.

Con mis antecedentes, está claro que reconozco un negocio lucrativo en cuanto lo veo. Soy, lo que llaman por este mundillo, un gurú de la economía. Puede que no se lo crean, pero no hay más que contemplar detenidamente el mundo para encontrar multitud de campos por explorar. Sin ir más lejos, me gustaría hablarles de la visión que tuve el otro día. O, mejor dicho, la otra madrugada. Porque fue a las cinco de la mañana, sumido aún en la oscuridad de la noche, cuando la revelación salió a mi encuentro.

Ocurrió el domingo, cuando volvía a casa de un viaje de negocios. Mi avión aterrizó de madrugada y, ante la imposibilidad de encontrar despierto a mi chófer, no tuve más remedio que contratar un taxi para que me trasladara a mi domicilio de Barcelona. Fue nada más entrar por la Diagonal, en su confluencia con la plaza Francesc Macià, cuando me topé con ellos. 

Invadían la calzada impunemente, con andares torpes y renqueantes, aunque se les intuía una extraña orientación para mantenerse siempre agrupados. El taxista me informó que siempre sucedía lo mismo a la misma hora: se abrían las puertas de un local situado en los alrededores y salían en desbandada, en todas direcciones y sin destino aparente. Eso sí, el aspecto que presentaban era impecable. Bueno, todo lo impecable que puede resultar la figura de un zombie. Ojos rojos e hinchados, tez pálida como La Luna y una vestimenta tan desmadejada que parecían muñecos de trapo. Algunos, como era de esperar, arrojaban fluidos por la boca de un marrón verdoso repugnante; otros, en cambio, se mostraban más animados, quizá por ello más sudorosos, pero con los mismos movimientos espasmódicos que sus compinches. Desde el interior del vehículo, también pude ver a un par de ellos devorando con fruición una barra de pan que vete tú a saber de dónde la habían sacado.

El taxista, tras completar sin víctimas el improvisado circuito de conos en el que se habían tornado los zombies, protestó, clamando al cielo, para que alguien se hiciera cargo de esa situación tan peligrosa.

Y ahí fue cuando me sobrevino la inspiración.

No hay duda de que, ateniéndome a lo vivido aquella noche, el Apocalipsis está cada vez más cerca. Y supongo que habrá que achacarlo a algún misterioso brebaje que se ha puesto de moda, porque aquel conductor no hacía más que acusar de ese desmán a no sé qué clase de botellón. Pero donde hay una crisis, se gesta una oportunidad. Y yo soy un lince para implantar un mercado en el lugar más insospechado, allí donde parece haber tierra yerma. Sólo hay que ponerse en la piel de los posibles clientes potenciales.

¿Qué es un zombie?

A primera vista, un muerto viviente. Pero si retrocedemos en su ciclo vital, o mejor dicho mortal, vemos que para ser un muerto antes ha debido pertenecer a la especie de los vivos. Y todos los que nos encontramos en ese estado, me refiero al de poseer pulso, sabemos que estamos cargados de anhelos y propósitos por cumplir. ¡Pues ser un resucitado es, mismamente, atesorar una segunda oportunidad para consumar esos deseos! Otra ocasión que nos brinda el destino para, en el caso inevitable de volverla a diñar, irnos en paz.

¿Y qué deseos son esos? Pues, según todas las encuestas, aprender inglés y visitar asiduamente un gimnasio. Y aquí es donde entra en liza mi idea para la franquicia: un gimnasio, exclusivo para zombies, con monitores, o mediante auriculares conectados a las máquinas, que enseñen el idioma de Shakespeare. Incluso ya tengo el nombre patentado. Se llamará The Talking Dead.

Sí, de acuerdo, es posible que tarde unos meses en arrancar. Y he de reconocer que habría que amoldarse a ese horario tan intempestivo en el que insisten en salir a pasear esos zombies. Pero, tal como se avecina el futuro, no me negaréis que se trata de una apuesta a tener muy en cuenta.

miércoles, 7 de enero de 2015

Microrrelato de Reyes

No tenía pensado publicar nada especial para este día, pero, sin entender aún por qué, he regresado del trabajo de buen humor. Y es el estado de ánimo perfecto para que se me ocurran chorradas. Como siempre, solo espero que sean leves.



El regalo de Carlitos
Carlitos despertó excitado, con unas prisas horrorosas por ver su regalo de Reyes. Apesar de su extrema gordura, saltó con agilidad de la cama, apartó a su hermano de un empujón y se abalanzó sobre el paquete que llevaba inscrito su nombre. Lo encontró junto a la infame ofrenda que había dispuesto para sus majestades: un vaso de leche agriada y un chusco de pan duro.
Desgarró el envoltorio y apareció, como no podía ser de otra forma, un saco de carbón. Todos, su hermano, sus padres y sus abuelos, se lo habían advertido el día anterior. <<Si no te comes la verdura hervida, los Reyes te traerán carbón>>. 
Una pícara sonrisa afloró en los labios de Carlitos. Ya no habría excusas por parte de su padre. Aquellas piedras negruzcas eran el combustible necesario para estrenar la barbacoa. Así serían felices y, tras las chistorras y las morcillas, comerían perdices.

domingo, 4 de enero de 2015

El hombre del muro



Hubo una vez un hombre apoyado en un muro. Y digo hubo una vez porque ese hombre ya falleció y, que yo sepa, las personas solo atesoramos una sola vida. Era un hombre normal, con su casa, su trabajo, su familia, sus anhelos y su miedo. Y ahora quiero enfatizar en su miedo, porque solo existía una única cosa que le atemorizara: ser atacado por la espalda. 

Convivió con ese terror durante muchos años, igual que lo hizo con su casa, su trabajo y su familia, hasta que un día, paseando por la ciudad, encontró una vieja fábrica abandonada delimitada por un muro. Sin saber por qué, al instante se sintió atraído por su acogedora fachada. No prestó la más mínima atención a las oficinas, al almacén o a la chimenea que se alzaba decenas de metros. Sencillamente quedó prendado por la robusta pared que los resguardaba. Daba igual que los ladrillos estuvieran roídos y el adobe demacrado, porque lo que le proporcionaba aquella alineación de tochos era una enorme sensación de seguridad, de protección. Tanto era así, que no dudó un segundo en pegar su espalda a los lingotes de arcilla y observar el mundo con la tranquilidad de quien tiene la retaguardia bien cubierta. Y en ese preciso instante, el miedo se esfumó.

Tras pasar la tarde más apacible de su vida, volvió a casa; a su trabajo, a su familia, pero también a ese miedo constante de ser agredido a traición. A partir de ese día, como le fue imposible encontrar un lugar más acogedor, centró sus obsesiones en encontrar la fórmula que le llevara a pasar el mayor tiempo posible con su trasero pegado a esa pared. Vete tú a saber con qué excusa, convenció a toda su familia de la conveniencia de trasladarse al barrio donde continuaba anclada la fábrica. También consiguió, imagino yo que con mucha perseverancia, encontrar un trabajo a tan solo dos manzanas de su preciada pared. Y desde entonces, siempre que sus obligaciones no se lo impidieran, se le vio apoyado en el muro.

Muchos os preguntaréis, al igual que hago yo, qué cojones hacía ese hombre eternamente adherido a un muro. Pues lo cierto es que no lo sé, pero puedo explicar las sensaciones que nos transmitió a las personas que pasábamos de vez en cuando por allí.

Las primeras semanas parecía feliz. No es que fuese una felicidad exultante ni nada parecido, era algo más cercano a la paz interior, a un remanso de tranquilidad que se percibía por cada uno de sus poros. Además de esa plácida mueca de satisfacción que acompañaba, a diario, con una inmutable sonrisa alelada. Todo en él era muy tierno, muy sosegado.

Acabado ese tiempo de gozo interior, empezó a contemplar a los viandantes que por sus narices desfilaban. Al principio con curiosidad, pero, al detectar que andaban con sus incurables temores, no dudó en lanzarles esa mirada arrogante de quien se cree superior a los demás. Sí, la soberbia le pudo. Y no tardó en escupirles a la cara improperios para demostrar que no existía nada ni nadie que le pudiera atemorizar.

Tuvo varias peleas con diferentes personas, pero mantener ese muro a su espalda le dio el arrojo suficiente para encarar los encontronazos con más determinación que cualquiera de sus adversarios. Y todos sabemos lo que puede llegar a intimidar una persona sin miedo a nada. Así que allí estaba, día y noche, con sol o con lluvia, bajo cualquier circunstancia, haciéndonos saber desde su púlpito que jamás volvería a pasar miedo. Que jamás volvería a sentirse débil ni desdichado.

Hasta que llegó un día en que el amanecer trajo consigo vientos huracanados; esa clase de bufidos capaces de arrancar un árbol de cuajo. O sea, unos remolinos de la hostia que espantarían a cualquier persona que anduviera por la calle. A cualquier persona menos al hombre del muro, que permanecía en su enclave favorito con la serenidad del que se mantiene apoltronado en el sillón de su casa. Y así ocurrió lo que ocurrió. Que una ráfaga de viento echó el muro a bajo y lo mató.

Es muy triste saber que en el mundo existen esta clase de tragedias, pero si por algo se me conoce es por intentar sacar siempre algo positivo de todo tipo de sucesos. Precisamente por eso le estuve dando vueltas al incidente del hombre del muro. Y a fuerza de proponérmelo llegué a unas cuantas conclusiones o, como diría mi abuelo, moralejas:

- La primera es que no hay que perder nunca el miedo, pues haría que nos confiáramos en exceso y olvidáramos los posibles peligros que campan a sus anchas por este mundo. 
- La segunda es que, de nuevo, no hay que perder nunca el miedo. Esta vez porque es una característica innata de nuestra especie y hacemos insoportable nuestro trato si nos deshumanizamos y faltamos al respeto.
- Con la tercera me he acercado a la metáfora. He imaginado que el muro era una especie de adoctrinamiento sectario que captó a ese hombre con la promesa de extirparle sus temores. Y, como siempre ocurre en estos casos, la persona acabó engullida por su dogma.
- Aunque, personalmente, me quedo con la cuarta y más visceral, pues he deducido que no existen suficientes muros inestables, en la faz de La Tierra, para tanto gilipollas.