domingo, 31 de enero de 2016

NO PIENSES



A veces me da por perderme en internet. Entro en una web conocida y, desde allí, pincho un enlace que me llevará a otra web, en la que hallaré otra puerta a una nueva página, y así sucesivamente. También suelo utilizar Google, donde, con poner una sola palabra, se nos ofrecen miles de resultados. Y no digamos  ya si escribimos una frase. Se trata de un vuelo sin motor y sin propósito aparente, únicamente guiado por los vientos de mi curiosidad.

Esta improvisación me ha servido más de una vez para encontrar verdaderos tesoros. Un artículo, un estudio, un relato; hay millones de ideas interesantes esperando ahí fuera. Pero el otro día, no me preguntéis por qué caminos virtuales o atajos digitales porque soy incapaz de recordarlos, fui a parar a una entrevista. Era una página sencilla, posiblemente la de un diario local de vete a saber qué pueblo, donde el entrevistado en cuestión era un escritor. Tampoco me viene a la memoria el nombre de esta persona, pero pude leer que ya llevaba publicados tres o cuatro libros y que impartía clases de creatividad en talleres literarios. 

El periodista quiso ahondar sobre esta última faceta y le preguntó a cerca de las claves para poder escribir y no morir en el intento. No morir de forma figurada, claro, porque no creo que exista en el mundo una actividad con menos riesgo físico que la de sentarse en una silla y teclear letras. Yo creo que el tipo más bien se refería a empezar a escribir y no desesperar, no dejar que se marchiten tus ganas de continuar haciéndolo. Pues el escritor soltó una respuesta, al menos para mí, reveladora.

Explicó lo que les suele contar a sus alumnos, que curiosamente eran las palabras que dijo en otra entrevista otro escritor de renombre: Ray Bradbury. En aquella ocasión, el entrevistador le preguntó por el método que empleaba para escribir aquellos libros tan maravillosos. Y Ray Bradbury contestó que, efectivamente, tenía adquirida una rutina diaria. Primero se sentaba en su escritorio, convenientemente apartado de distracciones y molestias, repasaba sus investigaciones o apuntes y, justo antes de empezar a teclear, leía uno de los post-it enganchado a su mesa en el que rezaba la frase "NO PIENSES". <<¿No pienses?>>, preguntó el entrevistador. "Sí, NO PIENSES. No pensar es la única forma de conectar con el subconsciente, y de ahí surgen las mejores ideas."

Debo confesar que algo muy parecido, pero en sentido contrario, me pasa últimamente cuando me pongo a escribir: que pienso demasiado. Trazo una frase y, al momento, ya me la estoy mirando con recelo. Elimino o cambio el adjetivo, sustituyo el verbo por otro más preciso, en teoría. Luego no me gusta cómo suena y la construyo de forma diferente. Al rato echo la vista atrás y me parece pedante, o insulsa, o dispersa. Entonces vuelvo a reescribir la frase, intentando que resulte más liviana, o más coherente, o con mejor sonoridad. Y luego... luego nada, porque ya han pasado tres horas, me tengo que ir a trabajar y apenas he escrito un párrafo. Es una pelea absurda contra mí mismo que no tiene ningún sentido. Y lo peor de todo es que no me dejo avanzar.

Tras encontrarme con esta entrevista, he vuelto atrás en el blog para releer alguna de sus antiguas entradas y, rememorando algunos escritos, me he dado cuenta que los que más me gustan fueron los que escribí de un tirón. En apenas un par de horas. Sin poner ninguna clase de freno. Pues bien, sirva esta entrada como post-it, como recordatorio perenne, para que jamás vuelva a pensar. No al menos mientras escriba, claro.

domingo, 10 de enero de 2016

El último adiós


Llegué tarde. Toda la semana de viaje y no pude acudir al entierro de mi amigo Anselmo. Esté donde esté, sé que no me lo tendrá en cuenta, porque no existe ni existirá sobre la tierra una persona más comprensiva que él.

Su propio nombre lo dice: Anselmo. Bueno, la verdad es que ese apelativo no guarda simbolismo alguno ni significa gran cosa, pero para mí es sinónimo de tolerancia, de infinita serenidad. 

No hubo circunstancia en el mundo que le hiciera soltar una queja, ni desgracia que no pudiera sobrellevar; y si cualquiera de nosotros, de sus más allegados, necesitaba resolver un contratiempo, no tenía más que conversar con Anselmo un rato para distinguir sin problemas la mejor forma de esquivar, saltar o incluso atravesar ese obstáculo que veíamos insalvable en el camino. 

Jamás se le vio perder la sonrisa ante un desaire o acabar deprimido tras una adversidad. Porque en su mundo, aquel que todos anhelamos, no existían abatimientos ni flaquezas. Para él, todo era relativo. Y desdramatizar, una obligación. Cualquier percance, por peliagudo que fuera, estaba sujeto a una severa revisión de su atenuante prisma.

Su frase más repetida era "todo tiene remedio, excepto la muerte", y quizá esta fuera la única fatalidad a la que se aferraba su insignificante sufrimiento, el Talón de Aquiles que arrojaba una pequeña vulnerabilidad sobre su eterna indulgencia.

Cuentan que una vez, pensando en el día de su deceso, se le vio torcer el gesto. Mentiría si dijera que no doy crédito a esas habladurías, porque no en pocas ocasiones mantuvimos largos y profundos debates sobre ese tema, y sí que pude detectar cierta inquietud en alguna ocasión. No negaré que para mí la muerte es algo terrible, el final más horripilante que uno pueda imaginar. Sin embargo, para él, más que un temor, era una incertidumbre. Una valoración que mantenía suspendida en el limbo por no existir antecedentes con los que formarse una opinión ni testimonios a los que recurrir. 

"Lástima que sólo se pueda morir una vez", protestaba en voz alta, a lo que añadía "Uno debería saber qué se siente al palmarla, así podría escoger el modo, la fecha y el lugar". Por eso, y a pesar de faltarle datos contrastables, siempre dejó clara su predilección por morir en casa, y en íntima compañía, a diñarla en el anonimato de un atronador bullicio. Y me consta que así ocurrió.

Fue recostado en su lecho de muerte cuando preguntó por mí, pues siempre quiso enfrentar ese momento agarrado por un lado a la mano de su hermana y por el otro a la mía, pero se tuvo que conformar con uno de los dos. No obstante, en el preciso momento de abrírsele las puertas del cielo, quiso regalarme un último mensaje. Y aseguró su propósito de un más que probable olvido, pidiendo que fuera cincelado en su lápida.

Pues bien, aquí me encuentro. En el cementerio. Regalando una corona de flores a mi amigo del alma una semana después de su entierro. Y no albergo la más mínima duda de que esas palabras, esas letras doradas que embellecen el sombrío mármol, fueron pronunciadas por él.

"Ahora que estoy delante de la muerte, por fin puedo opinar. Y la verdad, tampoco es para tanto."

Jo, cómo le voy a echar de menos. Genio y figura hasta en su sepultura.