lunes, 22 de febrero de 2016

La ceja caprichosa


Llevo dos días sin salir de casa. Esperando instrucciones, esperando una señal. Siempre he sido una persona muy indecisa, titubeante hasta en las decisiones más triviales. Por poner un ejemplo, a veces, cuando voy a levantarme de la cama, no soy capaz de decidir con qué pie dar el primer paso. Y puedo estar cambiando de opinión más de media hora. El otro día, harto ya de esperar, me lancé al vacío sin tenerlo aún muy claro y me di de bruces contra el suelo. Visto el desastroso resultado, para otra vez que me suceda intentaré empezar con los dos a la vez.

El caso es que me he cansado de seguir las órdenes lanzadas desde mi dubitativo cerebro. Y más cuando he encontrado otra parte de mi cuerpo con un criterio mucho más consistente: mi ceja derecha.

Para todo aquel que no me conozca, poseo un juego de cejas de lo más frondoso, por ese motivo no me extrañaría en absoluto haber desarrollado vida inteligente entre esa maraña de pelos.

Hoy hace una semana de sus primeros movimientos. Al principio me asusté, pues es muy raro ver cómo se te menea una ceja sin tu consentimiento, de modo que busqué por internet las posibles causas, y encontré dos. La primera indagación me llevó a reconocer en ese movimiento un principio de cáncer. Pero ya sabemos que cualquier síntoma buscado en internet, por absurdo que sea, siempre acaba resultando cáncer, así que deseché esa vía. Nunca me creeré el lado más catastrofista de la red.

La otra hablaba de unas oscilaciones espasmódicas de los nervios que se da en ciertas partes del cuerpo (sobre todo en la cara y en los dedos de la mano), producida por un estado de estrés o ansiedad, aunque otras muchas veces sean visibles sin necesidad de ninguna alteración psicológica. Son como unas pulsaciones que se dan de vez en cuando a lo largo de la jornada. Tal como vienen, y sin razón aparente, al cabo de unos días desaparecen.

Me gustó esa explicación por ser la más sensata. Además, ya he sufrido otros episodios iguales anteriormente y cuadraban con ese razonamiento, aunque nunca lo había padecido en una ceja. De todos modos, no le di más importancia y me fui a comprar el pan. 

Al cruzar la puerta de casa me dispuse a atravesar el jardín para salir a la calle, y a medio camino la ceja comenzó a danzarme en la cara con insistencia. Tiraba de mí hacia atrás, de forma frenética, por lo que no tuve más remedio que pararme en seco. ¿Qué pretendía esa tira peluda, escapar de mi rostro? Eran unas sacudidas tan fuertes que me hicieron girar en redondo. Entonces vi la puerta de mi casa abierta. Al instante comprendí sus intenciones: la ceja me había alertado ante el descuido de no cerrar la puerta. Volví al porche, la cerré con llave y, ahora sí, no tuve ningún problema para llegar a la panadería.

El local estaba abarrotado, así que pedí tanda y esperé mi turno. Al rato apareció Carlos, el vecino que vive en la casa de la derecha. Es un tipo muy serio, con el que apenas entablo conversación, pero vino a saludarme y, de paso, aprovechó para adelantar puestos en la cola. Me empezó a contar no sé qué problema en el trabajo, con ese tono de cabreo que siempre gasta al hablar, cuando de pronto volvió el temblor involuntario en mi ceja. Para disimularlo intenté mirar al suelo o a cualquier otro lugar que no fueran los ojos de mi vecino, pero eso llamó más su atención y al instante se percató de mi extraño gesto. Yo me estaba poniendo de los nervios, porque el gesto en realidad no era mío, sino de mi ceja, y estaba descontrolado. Otra vez apuntaba hacia atrás con un histérico ajetreo.

Carlos, haciendo caso a lo que a él le pareció una señal, giró el cuello, observó a su alrededor y volvió la vista al frente. No tardó en darme un leve codazo y añadir en voz baja:

— ¡Muy bueno! —al tiempo que soltaba una silenciosa carcajada.

¿Qué o quién había detrás nuestro? Ni idea. Eso se lo tendríais que preguntar a Carlos o a mi ceja, porque ante aquella bochornosa situación fui incapaz de volverme a mirar. Eso sí, el chiste que le contó mi tira velluda debió de ser antológico, porque jamás vi a mi vecino reírse de esa forma. He de admitirlo: mi ceja es más graciosa que yo.

A aquella surrealista escena, le siguió otra no menos extraña. Fue al llegar mi turno en la interminable espera de la panadería. La dependienta, viendo la larga cola que aguardaba a mis espaldas, me preguntó, con apuro, que qué quería. Yo iba totalmente convencido a comprar una barra de cuarto normal y corriente, pero si alguien me mete prisa no tardan en saltarme las dudas. Quizá por eso apunté, con el dedo algo indeciso, hacia el estante donde suelen estar colocadas. La chica dudó un par de segundos y me señaló la barra. Mirándome a la cara me preguntó:

— ¿Esta de aquí?

No tuve tiempo de contestar, porque rápidamente saltó mi ceja a hacer señales con su baile frenético. Esta vez se movía hacia un costado. La mujer, creyendo que le indicaba el estante de al lado, me señaló las barras de medio kilo.

— ¿Esta? —volvió a preguntar la chica.

Pero mi ceja aún no se había cansado de botar, así que la dependienta fue saltando de repisa en repisa y de pan en pan hasta que mi rostro se relajó.

— Entonces... ¿esta? —dijo, ya casi fuera de sus casillas.

Como no contesté, y mi ceja pareció tomarse un descanso, agarró la barra, la envolvió en un papel y la puso sobre el mostrador. Así fue cómo me llevé a casa un pan rústico estupendo. Eso sí, escogido por mi ceja. Pero, ¿por qué me voy a quejar cuando sus elecciones son mejores que las mías? Vale que resulte un poco engorroso estar pendiente de sus tembleques, pero no sabéis la tranquilidad que me da estar bajo su batuta, porque siempre acertaré.

El problema es que ya me he acostumbrado a seguir su ritmo, a tomar decisiones según su criterio, a aceptar sus gustos. El otro día, por ejemplo, me puse a ver la tele. Supongo que estaréis de acuerdo conmigo en lo difícil que resulta encontrar un programa que merezca la pena. Pues yo lo tengo más sencillo, porque confío toda mi suerte a la ceja. Me senté en el sofá, encendí el televisor con el mando a distancia y no paré de apretar el botón de los canales hasta que mi ceja se detuvo. Hacer caso a su pálpito me llevó a encontrar This is Ópera, el mejor programa de la actual parrilla televisiva. 

Pero, desgraciadamente, esa fue su última actuación. Desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida propia. Me miro al espejo y echo de menos la expresividad que su cosquilleo aportaba a mi, ahora, triste cara. Y lo peor de todo es que regresaron las dudas. Asco de vida, con lo que yo había sido bajo el yugo de mi ceja...


¿Serán las tirantes cejas del Capitán Kirk la explicación de su buen  juicio?