lunes, 14 de marzo de 2016

Los zapatos de Cenicienta




Supongo que todo el mundo ya se habrá dado cuenta a estas alturas que me encanta la ficción. Veo series, películas y leo novelas siempre que puedo. Disfruto como un enano adentrándome en mundos inventados y parajes exóticos, a ser posibles creados por la mente de un buen narrador. Lugares oníricos donde, con un poco de ingenio, todo es posible.

También alucino en la vida real con la ciencia. Esa rama de los estudios que nos ayuda a comprender mejor el mundo en que vivimos. Sin ella jamás se hubieran producido los extraordinarios avances tecnológicos de los que gozamos. Y buscar respuestas para las cosas inexplicables ha sido, desde siempre, su principal tarea.

Pero lo que más me fascina es juntar las dos vertientes. Unir la ficción con la ciencia sirve para especular con posibles alteraciones de nuestro mundo, aunque muchas de ellas sean meras fantasías.

Ahora bien, ¿qué ocurriría si aplicáramos la ciencia sobre cuentos infantiles y analizáramos cada uno de los sucesos insólitos que en ningún caso se sostendrían en la vida real? Pues que el estudio sería, cuanto menos, inútil. Por no decir absurdo.

Una vez más queda demostrado que el ser humano está creado genéticamente para perder el tiempo en chorradas. Si no, no se entendería el estudio realizado por unos alumnos de la Universidad de Leicester, y publicado por la revista Journal of Physics Special Topics, sobre los zapatos de cristal que lució Cenicienta en su famoso baile con el príncipe. Estos aprendices de científico se han empeñado en demostrar que el tacón alto de ese calzado jamás resistiría el peso de Cenicienta al caminar, y mucho menos si a esta le diera por demostrar sus habilidades danzarinas. O sea, que se harían añicos y, a no ser que la doncella hubiera cultivado habilidades de faquir, desgarrarían su delicada piel.

Bravo. Maravilloso. Nunca se me hubiera ocurrido. Y no porque sea incapaz de ver lo evidente, sino porque siempre había tenido en cuenta una circunstancia que estos estudiantes ni se han parado a pensar. O, si lo hicieron, acabaron sacando esa variable de sus ecuaciones. Los zapatos eran mágicos.

¿Acaso se perdieron la escena en la que el hada convierte las andrajosas prendas de Cenicienta, por arte de su varita, en un vestido de ensueño? ¿O creían que aquellos zapatos fueron confeccionados por un soplador de vidrio? Porque, ya puestos a desvelar incongruencias, también podían haber llegado a la conclusión de que una calabaza, por muy grande que esta sea, no da para tallar un carruaje. O que unos ratones, por mucho que uno los alimente, jamás alcanzaran el tamaño requerido para tirar de Cenicienta hasta palacio.

Incluso también podrían darse una vuelta por otros cuentos infantiles y asegurar que la casa de chocolate de Hansel y Gretel, con tanto insecto y alimaña hambrienta por el bosque, no aguantaría en pie ni dos días.

Es lo que tiene la magia cuando aparece por un relato (hasta el momento, el único lugar donde existe), que sirve para dar sentido a cualquier cosa inexplicable.