martes, 18 de octubre de 2016

Amenaza de nueva generación




Todos nacemos con dones, de eso no me cabe la menor duda. Vienen incrustados en nuestros genes y forman parte indisoluble de nuestra personalidad, siendo utilizados de una forma tan natural que muchas veces no nos damos ni cuenta a la hora de emplearlos. Luego, a lo largo de los años y a base de insistir, podemos desarrollar otros talentos bien diferentes, pero nunca los manejaremos con la misma soltura de aquellos con los que nos engendraron.

Buscad, pensad un momento sobre cualquier ejercicio que se os dé mejor que nadie. Yo lo hice el otro día y no tuve la menor dificultad en detectarlo. Mi auténtico don, mi indiscutible talento, es desquiciar a la gente; ponerla muy nerviosa. Y lo manifiesto a través todo mi ser: en el barniz de mi humor ácido y surrealista, tras la inexistente bravura de mi infinita calma, bajo ese timbre de voz agudo y desagradable que emito cuando hablo, en la imperturbable pachorra que desprendo cuando me siento agredido por las situaciones más adversas, con la insistencia inhumana que exhibo cuando algo, de forma irremediable, se me mete entre ceja y ceja... Y así podría estar enumerando aspectos sobre mí carácter hasta agotar vuestra paciencia y conseguir alteraros, porque todo, absolutamente todo, va encaminado a poneros de los nervios.

Como comprenderéis, este don mío, lejos de facilitarme las cosas, ha sido un obstáculo perpetuo en mi noble afán de interactuar con las personas. No sólo me aleja de mis objetivos, sino que también hace que me granjee no pocos sobresaltos en forma de malentendidos, pudiendo llegar al improperio, bramido o cualquier otra forma de desahogo a la que se preste mi interlocutor. Aunque, para ser sinceros, la reacción que más provoco cuando despliego "mis encantos" es la de la amenaza.

Amenazar es un procedimiento de lo más efectivo, aunque algo rudimentario, para hacer llegar al contrario que no estás del todo de acuerdo con su actitud. Pero, para que de una amenaza surja el efecto deseado, debe poner en peligro algo que importe mucho, algo que sea tan necesario para el amenazado como el respirar. Y no siempre se logra.

Como podréis sospechar, a mí me han amenazado de múltiples y variadas formas. Y he de admitir que con casi todas me he sentido enormemente intimidado.

Las primeras me las lanzaron mis padres. Eran amenazas sencillas, sin atentar contra la vida ni ninguna parte indispensable de mi cuerpo. Pero, precisamente por salir de las personas que mejor me conocían, eran las más dolorosas y acertaban sin demasiado esfuerzo en el blanco de mis mayores intereses.

Luego llegaron las de los compañeros del colegio y vecinos del barrio. Para quien no lo sepa, el lugar donde me crié es, sin lugar a dudas, el peor suburbio de Barcelona (por no decir de España o del mundo entero), de modo que si te señalaban con el dedo y te decían que iban a arrancarte la cabeza para echársela de comer a los cerdos (y juro haberlos oído gruñir a través de las finas paredes que separaban nuestros hacinados pisos), te lo creías y procurabas echar un tupido velo sobre cualquier cosa por la que se debatiese.

También recuerdo con cariño las advertencias de mi sargento durante el cumplimiento del servicio militar. Pobre hombre, una noche me gritó tanto que a la mañana siguiente no podía ni mandar a ponernos firmes de lo afónico que estaba. Allí sólo podían apelar a un castigo de ejercicios físicos (cosa que por aquella época podía superar sin problemas) o a la privación de salida. Que iluso. Ni que tuviera algún lugar a dónde ir en una ciudad extraña y sin un maldito duro...

Os contaré dos secretos sobre esta bonita y amedrentadora práctica. Una de las características indispensables para lanzar una buena amenaza, ha de ser la incuestionable viabilidad a la hora de llevarse a cabo. La persona amenazada ha de creer a pies juntillas que ese ultimátum es del todo realizable; si no, no dará resultado. Y el segundo secreto, y quizá el más difícil de creer por chocar frontalmente con el primero, es que las amenazas son lo más parecido que podemos encontrar a los sueños: por más que se griten al viento, rara vez se cumplen.

Pero no quiero andarme por las ramas desentrañando las esencias de una correcta amenaza, ni buscar las pautas perfectas que permitan ejecutarlas con éxito. ¿Quién soy yo para privar a nadie de experimentar con ellas hasta encontrar la excelencia? Así que iré al grano y me centraré en la última que he sufrido.

Para poneros en situación empezaré explicando que trabajo de mozo de almacén ubicando envíos y preparando rutas en una agencia de transportes, de seis de la tarde a dos de la madrugada. O sea, la mitad de mi horario es nocturno. Pues bien, todo comenzó en la empresa, cuando detecté un fallo en un albarán y quise comentarlo con mi encargado. A ciertas horas de la noche, aprovechando que ya no hay jefes para vigilarnos, el hombre desaparece por el almacén y ya no hay forma humana de localizarlo.

Pocos compañeros lo intentan, pues saben de sobras que anda por algún oscuro rincón con los auriculares puestos, jugando o chateando con el móvil. Es de esa clase de personas que si le dieran a escoger entre su teléfono o un paracaídas, acabaría aplastado contra el suelo. Eso sí, se enteraría todo el mundo, porque lograría mandar cientos de WhatsApps con esa velocidad cósmica que imprime a sus dedos, antes de hacerse papilla. No faltaría a la verdad si dijera que a según qué horas ya se le puede dar por perdido en todos los sentidos imaginables. Mejor dicho, se le podría dar por perdido si no existiera en la empresa una persona tan asquerosamente quisquillosa como yo.

Normalmente lo llamo a grito "pelao", como si fuese un pastor tirolés comunicándome con otro rebaño. Pero presiento que no le hace ninguna gracia, porque cada vez se aleja más de nosotros (o se esconde mejor) y ya no me alcanzan los decibelios para doblegar su voluntad. O se hace el sordo, vete tú a saber.

Llegados a este punto, no hubiese estado de más haber comprendido aquel día el poco interés que mostraba en dejarse ver, pero es muy difícil claudicar cuando todas tus moléculas te exigen poner a la gente histérica perdida. En cualquier caso, sentía unas ansias irrefrenables de molestarlo y no había manera. Entonces se me ocurrió una idea: grabaría una nota de voz gritando su nombre y se la mandaría por WhatsApp, así no tendría escapatoria. Además, para eso están las redes sociales, ¿no? Para hacer llegar, vía satélite, los mensajes que las ondas sonoras son incapaces de transmitir por el aire. Pues dicho y hecho.

El tío apareció ante mí a los diez segundos, cabreado como una mona. Al parecer le habría interrumpido una partida memorable, porque jamás le había visto mirarme con esos ojos asesinos. Lo cierto es que asustaba. Se puso a gritarme que lo dejara en paz, que no tenía que jorobarlo con cualquier chorrada a cada momento. Yo, en mi defensa, intenté mostrarle el albarán con el error, pero cuanto más intentaba replicar, más se enfurecía. Hasta que, rozando el punto álgido de su cabreo, pasó a la parte de la amenaza.

Yo esperaba que embistiera recurriendo a una intervención ante los jefes que pusiera en peligro mi empleo (aunque no se cómo iba a justificar esa denuncia cuando lo único que pretendía era hacer bien mi trabajo) o con la típica amenaza física de partirme las piernas. Pero no, él quiso ir más allá: buscó algo de vital importancia, algo que pudiera situar mi orgullo al borde del abismo. Urdió un plan tan maquiavélico como para dejar mi autoestima tirada por los suelos. O eso pensaba...

Me miró fijamente a la cara, entrecerrando los párpados con fuerza, dibujando unas estupendas patas de gallo en la comisura de sus ojos, como si fuera Clint Eastwood en "Sin perdón", y me dijo muy serio: "si no paras, te bloquearé en el WhatsApp"

En medio segundo pase de estar a punto de mearme encima de miedo, a descojonarme de risa. Aunque, por supuesto, no lo hice de forma visible. No iba a tentar la suerte burlándome de su absurda amenaza. Sencillamente, me callé y continué trabajando.

Fue gracioso, a la par que sorprendente, constatar la gran disparidad existente de criterios cuando hablamos de prioridades. Lo que para mí no tenía la menor relevancia, para él resultaba ser del todo indispensable. Quizá por eso deseé con todas mis fuerzas que llevara a cabo su amenaza. A ver cómo se las arreglaba cuando, por ejemplo, tuviera que notificarme el adelantamiento de una hora en nuestro horario laboral.

No le quedaría más remedio que llamarme por teléfono. Y yo, por supuesto, lo dejaría sonar... y sonar... y sonar... hasta contar al menos con tres llamadas perdidas. O hasta que faltasen pocos minutos para entrar a trabajar. Pero no os llevéis a engaño, porque para nada sería una venganza o un juste de cuentas. Tan sólo mi irracional instinto, mi don,  ese talento con el que resulta tan difícil convivir, manifestándose en forma de indiferencia y aprovechando la circunstancia para ponerlo del todo histérico.

viernes, 7 de octubre de 2016

Entierro honorífico



Ya estamos aquí otra vez. Y, desoyendo a todas aquellas señales que indican lo cansino que puedo llegar a ser (prometo escribir otro tipo de entrada para la próxima vez), con otro minirelato de reciente creación. Bueno, lo llamo minirelato por no decirle ocurrencia, porque imaginar una situación no sé si posee la suficiente consistencia como para considerarla cuento.

He de confesar que soy una persona altamente maleable. Cualquier cosa que vea, por intranscendente que parezca, me proporciona el justo alimento para poner en marcha la imaginación. Esta vez ha sido la reseña de otra persona sobre la visita a un museo llevada a cabo en el transcurso de sus vacaciones. Publicada en el blog LA TERTULIA PEREZOSA, fantasee con uno de los personajes mencionados en dicha entrada y... bueno, todo acabó en esto. Que sea leve.




Entierro honorífico

       A primera hora de la mañana apareció un soldado del Tercer Reich empujando una carretilla por la cuesta del cementerio. Le seguía de cerca un segundo soldado, portando a sus espaldas un saco. Era un día desapacible, plomizo, en consonancia con las tristes y solitarias lápidas que surgían como setas por todo el montículo.

       Se detuvieron ante el inmenso hoyo de la fosa común, descargaron el saco en el suelo y, entre los dos, vertieron el contenido de la carretilla sobre la amalgama de cuerpos. Luego abrieron el saco para echar un buen puñado de cal viva sobre los restos recientes; con maña de agricultor, como si esparcieran las simientes entre los surcos.

       Se expulsaron el polvo de las manos y permanecieron unos segundos en silencio, observando el grado de descomposición que afectaba al millar de cuerpos.

        — ¿Sabes quién era ese? —preguntó Lothar, el más alto y fornido, con voz impasible.
        — ¿Quién era quién? —respondió Fred, el bajito y regordete, mientras recorría con la mirada el centenar de caras que todavía mantenían algún rasgo.
        — El cadáver que acabamos de arrojar.
        — Ah, ese. Ni idea.
        — El Sargento Henrick Schultz.
        — ¿Schultz? No puede ser... Es el probador de los nuevos prototipos de aviones que se están construyendo en la base aérea. Ese hombre es un héroe, jamás se desharían de su cuerpo así.
        — Pues es él. Murió la semana pasada y ha acabado aquí.

       Durante cinco segundos un silencio reflexivo se adueñó del lugar.

        — Tuvo que hacer algo muy gordo para que no lo despidieran como es debido —dedujo Fred.
        — No creas. El informe señalaba que fue degradado de inmediato por abandonar su puesto de trabajo. Al parecer saltó de un avión en pleno vuelo. Encontraron el paracaídas enredado en un árbol y el cuerpo del sargento, ya sin vida, columpiándose entre sus ramas.
        — Vaya, un mal aterrizaje. Era un tipo muy impulsivo, probablemente no supo mantener la cabeza fría.
        — ¡Ja! —rió Lothar. Luego volvió a su imperturbable postura— Ese fue, precisamente, el dictamen del forense. Según los datos extraídos de la caja negra, hubo un fallo de evacuación en los motores de propulsión. La salida de gases se filtró por los conductos de la calefacción y fueron a parar de lleno sobre el cuello del piloto, siendo estos tan abrasadores como para disolverle la carne en segundos. Te he comentado que hallaron el cuerpo sin vida, ¿verdad?
        — Sí...
        — Pero no te he dicho nada sobre la cabeza. No la encontraron. El forense defendía la honestidad del sargento asegurando que ya estaba muerto en el momento de salir propulsado, y que fue el desprendimiento de su cabeza lo que hizo que esta rodara por la cabina hasta presionar, sin querer, el botón eyector.
        — ¿En serio?
        — Como lo oyes...

       Una brisa glacial cruzó el cementerio, de norte a sur, para acabar atravesando sus cuerpos y hacerlos estremecer.

        — Pero... ¿cómo es posible que reciba este trato de disidente? ¿No estaba ya muerto cuando abandonó el avión?

       Lothar se encogió de hombros.

        — Bueno, esa era la hipótesis del forense; una conjetura a la que nadie dio validez por falta de pruebas. Incluso hubo quien acusó al sargento de mestizo, de poseer genes cobardes que le hicieron abandonar su tarea a las primeras de cambio. "Un verdadero soldado alemán no huiría de su puesto; y menos aún estando muerto", se oyó decir en el Consejo de Guerra que le hicieron.
        — ¿De verdad?
        — De verdad.

       Otro escalofrío recorrió sus cuerpos. Esta vez sin necesidad de ningún viento helado.

       Tras dar un sonoro taconazo, Lothar se cuadró y honró los restos del sargento con un saludo marcial. Fred no tardó ni un segundo en unirse al gesto, conscientes los dos de estar protagonizando un trato totalmente inapropiado para ese tipo de actos. Luego regresaron desandando sus pasos, con la certeza de, al igual que el sargento Schultz, haber hecho cuanto podían en su puesto de trabajo.